Los incendios forestales hacen que los bosques se conviertan en mosaicos. Tales mosaicos consisten en fragmentos de vegetación con edades diferentes y afectados en distinto grado por la severidad del fuego. Una heterogeneidad del paisaje que resulta esencial para las especies que se benefician del paso de las llamas, como los pájaros carpinteros.
Por Salvador Herrando-Pérez y Juli Pausas
Cualquiera con una infancia en el medio rural recuerda incendios forestales al lado de casa: el olor denso de la ceniza, el cielo gris en un día soleado o el ronroneo de aviones transportando cubas de agua. Lo cierto es que los incendios son eventos naturales que modelan la función de los ecosistemas y su biodiversidad. De hecho, están ligados a la misma aparición y evolución de la vegetación terrestre. Desde las sociedades más primitivas, nuestra especie también ha usado el fuego a discreción, ya sea para cocinar, cazar, fundir metales, abrir caminos o despejar suelo agrícola y, por supuesto, para contar historias frente a una hoguera.
En zonas donde los incendios forestales son frecuentes, hay partes del paisaje que se queman en años diferentes, según las estaciones o bajo condiciones meteorológicas cambiantes. Estos factores interaccionan con la orografía para dar lugar a mosaicos de vegetación. Cada fragmento del paisaje tiene su propia biografía del fuego (historial de incendios, tiempo transcurrido desde el último suceso) y diferentes grados de afectación según la severidad de las llamas. Esa variabilidad espacial y temporal de los paisajes forestales a consecuencia de los incendios se conoce como “pirodiversidad”.
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