Nada de lo que pasó el 29 de octubre puede considerarse anómalo. Vivimos en un planeta dinámico y de atmósfera turbulenta, donde crecidas e inundaciones son más la norma que la excepción. Hasta el relato bíblico del diluvio lo confirma. Es cierto que el aumento de las temperaturas, en general, y la del agua del Mediterráneo, en particular, ha contribuido a exacerbar las consecuencias de una depresión aislada en niveles altos, o sea, de una DANA. Las lluvias torrenciales son habituales, quizá no tanto en nuestras latitudes, y dejan su huella en el paisaje. Las cicatrices pueden identificarse en las llanuras aluviales y en esas ramblas que suelen estar secas hasta que recuperan su secular cometido. Dos ejemplos palmarios ayudan a entenderlo. Las excavaciones arqueológicas, por un lado, deben retirar capas de sedimentos antes de llegar a los restos que interesa investigar. Por otro lado, y de forma análoga, muchos yacimientos de fósiles solamente se explican por una inundación súbita.
A la faceta estrictamente natural de lo acontecido se suman multitud de factores que sí tienen que ver con nuestra forma de vida. Ahora cobran sentido argumentos que suelen presentarse aislados, como la alta densidad de población, las recalificaciones urbanísticas y la densa red de infraestructuras viarias. Como otros animales sociales, alteramos el entorno de acuerdo con nuestros intereses y, cuando la naturaleza se impone, nos apresuramos a reparar los daños. Nada nuevo bajo el sol, que es otra sentencia bíblica. En el corto plazo, claro está, son inevitables los debates, las opiniones, las falacias, las estrategias políticas, los gastos extraordinarios y las muestras de solidaridad. No podía ser de otro modo. También pasó en 1957, cuando una fuerte riada causó decenas de víctimas en Valencia y obligó a desviar el cauce del Turia. En estos casos también se genera mucho ruido. Como bien decía Lorenzo Silva en una de sus novelas, “después del percance siempre proliferan los peritos en prevenirlo.”
Para que se produzca un episodio tan intenso y trágico como el del pasado mes de octubre tienen que coincidir múltiples factores, de índole natural y, también, de tipo práctico. Es entonces cuando puede hablarse de una tormenta perfecta, poco probable, pero machaconamente persistente cuando se computa el tiempo más allá de la duración media de las vidas humanas. Es ahora cuando se echa en falta una mejor planificación hidrológica, un criterio más preventivo a la hora de construir en terrenos potencialmente inundables y una mayor atención a lo que el paisaje enseña, porque allí está documentada la historia de cada lugar. Pero mucho nos tememos que volverán a oírse mensajes fáciles de digerir, aunque inútiles a largo plazo. Al igual que los incendios forestales se achacan a la maleza del bosque, ahora se propondrá limpiar las riberas, que es justo lo que no debería hacerse para prevenir este tipo de catástrofes. Siempre ha sido más fácil buscar un chivo expiatorio, antes que reconocer errores y hacer autocrítica. De verdad, no la que prometen nuestros gestores dándose golpes en el pecho. Aunque sólo sea por dignidad y por respeto al dolor de las víctimas.