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La simbiosis como fuente de innovación evolutiva

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:53h
Tradicionalmente, los evolucionistas
ortodoxos no han prestado mucha
atención a los procesos de simbiosis. Sin embargo, cada vez más biólogos están poniendo en duda la capacidad de la teoría sintética de la evolución
para explicar la aparición de nuevas
estructuras biológicas y en su lugar

proponen alternativas como el
flujo horizontal de genes entre
especies simbiontes.
Las cálidas aguas californianas son testigos mudos de la insólita relación entre dos peculiares socios. La estrella de mar de la costa de California es un temible depredador que con la poderosa musculatura de sus brazos rodea el caparazón de moluscos, crustáceos, gusanos tubícolas y toda suerte de invertebrados hasta quebrarlo para alimentarse de la carne palpitante de su presa. Empero, esa voracidad se inhibe ante la presencia de las lombrices negras, unos activos gusanos que normalmente se arremolinan en gran número alrededor de su boca, sin que el activo depredador haga el menor gesto por devorar tan apetecible bocado. De hecho, se ha demostrado que la estrella de mar fabrica dos compuestos químicos, uno que atrae a las lombrices a su boca y otro que las aleja. De esta forma dispone a voluntad de un diligente servicio de limpieza, que elimina los incómodos restos de comida que la estrella de mar ha de arrojar por la boca ante la deficiente funcionalidad de su ano.

Historias como esta son muy frecuentes en todo el ámbito natural, como bien saben los asiduos a los documentales de la segunda cadena. Sin duda, el ejemplo de simbiosis más conocido es el liquen, unión indisociable entre alga y hongo, tan extendido en el medio físico que se calcula que la cuarta parte de los hongos conocidos forman parte de líquenes. ¿Indisociable dije? En realidad es un matrimonio de conveniencia que se mantiene mientras las condiciones sean favorables. Mantengamos durante unos días al liquen en la oscuridad y veremos cómo el hongo se merienda sin miramientos a su antigua socia, pero si lo sumergimos en agua el hongo se ahogará mientras el alga se desenvuelve perfectamente.

Otros ejemplos populares de simbiosis son la relación entre rizobios y leguminosas, de la que tuvimos ocasión de hablar el pasado mes de febrero (Quercus, 216); las micorrizas, que aumentan el sistema radicular de muchas plantas leñosas; o las termitas y ciertas especies de flagelados, capaces de digerir la celulosa para desesperación de los coleccionistas de muebles antiguos. Menos conocido, pero igual de fascinante, es el caso de la Elysia viridis, una babosa submarina de color verde que para alimentarse le basta con tomar el sol, porque su cuerpo está lleno de algas que le proporcionan un suministro regular de nutrientes a través de la fotosíntesis.

Sin embargo, este tipo de interacciones ha sido sistemáticamente ignorado por la literatura evolucionista convencional. Cuando Douglas Caldwell se entretuvo en contar el número de reiteraciones de ciertos vocablos en la edición de 1859 de El origen de las especies de Darwin, encontró que el término “muerte” aparecía 16 veces, “destruir”, “destruido” o “destrucción” 77, y “exterminar” o “exterminación” 58. Sin embargo términos como “asociación”, “afiliación”, “cooperar”, “cooperación”, “colaborar”, “colaboración”, “comunidad” o “simbiosis” están completamente ausentes. Algo similar sucede con Análisis evolutivo, un libro de texto universitario, donde los términos “combate”, “competencia” y “conflicto” figuran en 18 páginas, mientras que “simbiosis” y “simbiogénesis” no aparecen ninguna vez.

Ya a principios del siglo XX el anarquista Petr Kropotkin, aristócrata ruso exiliado a Inglaterra por razones políticas, lamentaba el enfoque excesivamente competitivo que se daba a la teoría de la evolución y, en su lugar, preconizaba que la selección natural favorecía la ayuda mutua. Por la misma época, su compatriota el biólogo Konstantin S. Merezhkovsky proponía que los cloroplastos de las células vegetales procedían de un simbionte de origen externo y consideraba a la simbiogénesis como el principal agente en la aparición de nuevos organismos. Las ideas de uno y otro obtuvieron escaso eco en la comunidad científica, subyugada por los éxitos espectaculares de una nueva ciencia, la genética, a cuya sombra se fue consolidando la teoría sintética de la evolución, dogma central de la biología al que desde entonces rinden culto generaciones de biólogos.

Y, sin embargo, nuevos vientos soplan en el ámbito evolucionista durante las últimas décadas, propiciados por los más recientes descubrimientos en biología. Un número creciente de biólogos pone en duda la posibilidad de que puedan surgir innovaciones evolutivas por un mecanismo tan errático como el de mutación-selección y argumentan que la ausencia de fósiles de eslabones entre especies emparentadas se debe a que la evolución no es un proceso gradual, como preconiza la postura ortodoxa, sino discontinuo.

La simbiosis en el origen
de las especies

Al frente de esta nueva corriente, al menos desde un punto de vista mediático, se encuentra la microbióloga estadounidense Lynn Margulis. En la década de los ochenta, esta inquieta bióloga retomó la hipótesis de Merezhkovsky, a la que bautizó con el sugerente nombre de “teoría endosimbiótica”. De acuerdo con su punto de vista, ciertos orgánulos de las células eucariotas serían el resultado de una integración, en los primitivos estadios de la vida, de organismos procariotas. De esta forma explica elegantemente la formación de las mitocondrias, los cloroplastos, el núcleo, los cilios y flagelos y los microtúbulos. Hay tanta evidencia experimental a favor del origen de los dos primeros orgánulos –mitocondrias y cloroplastos– que hoy en día casi ningún biólogo la pone en duda, si bien el origen de los restantes no despierta de momento tantas adhesiones.

Tras este notable éxito parecía natural no limitarse al origen de las células eucariotas, sino extrapolar este mismo principio al conjunto de los seres vivos. Para Margulis, los principales saltos evolutivos se han dado por integración de genomas de distintas especies, proceso en el que suelen estar implicadas las bacterias, a las que considera la mayor reserva de diversidad evolutiva. Este mecanismo puede darse a diferentes niveles, desde el más superficial hasta el más profundo. El primer nivel sólo afecta al comportamiento de las especies implicadas y recibe el nombre de mutualismo. Aquí encaja el ejemplo de la estrella de mar con el que abrimos el artículo. El segundo nivel afecta al metabolismo y consiste en que el excedente metabólico de una especie se convierte en el requerimiento de otra: es el caso de los líquenes y de la mayor parte de las simbiosis estudiadas. El tercer nivel implica una asociación productora de genes, en la que las proteínas de uno de los miembros son necesarias para el funcionamiento del otro. A este nivel pertenecen los rizobios y las leguminosas, que precisan hemoglobina para alejar el oxígeno de las bacterias. La hemoglobina, por su parte, está formada por dos constituyentes, una proteína más un grupo hemo, y se ha demostrado que la proteína la aporta la planta y el grupo hemo la bacteria. Finalmente el cuarto nivel consiste en la integración a escala genética, con lo que se abre el acceso a un nuevo estadio evolutivo. Es lo que sucede con varios cromosomas de las mitocondrias y los cloroplastos, que han pasado a formar parte del genoma de la célula eucariota.

El papel relevante de los virus
Para encontrar un activo paladín de la nueva corriente heterodoxa no necesitamos cruzar ningún océano. Desde hace años, el profesor Máximo Sandín, de la Universidad Autónoma de Madrid, defiende puntos de vista semejantes, enriquecidos con aportaciones muy originales. Amparándose en el informe publicado por el Consorcio Internacional en la revista Nature, afirma que en el genoma humano las secuencias codificantes representan menos del 5%, mientras que el resto está formado por una mezcla heterogénea de secuencias de origen bacteriano o vírico, elementos móviles del ADN (también llamados transposones), secuencias de retrovirus endógenos (es decir, virus capaces de sintetizar copias de ADN a partir de la información del ARN), más una alta proporción de secuencias repetidas o altamente repetidas. La conclusión de Sandín es que el genoma humano, al igual que el del resto de los seres vivos, ya sean animales o vegetales, está constituido por una suma de genomas bacterianos y víricos que permiten deducir la integración genómica que ha jalonado nuestro devenir filogenético.

Para destacar la importancia de los virus en la evolución, Sandín se hace eco de las investigaciones de Radhey Gupta y William Ford Doolittle sobre el origen de los organismos multicelulares. Tras comparar una gran cantidad de genomas procariotas y eucariotas secuenciados, estos autores llegan a la conclusión de que los genes de eucariotas relacionados con la transmisión de información genética provienen de arqueobacterias, mientras que los implicados en el metabolismo celular proceden de eubacterias. Falta, sin embargo, encontrar la fuente de los genes que controlan las funciones reguladoras y de desarrollo. Esta limitación es la que mueve a Doolittle a postular la “existencia de un cuarto dominio de organismos, extinguido en la actualidad, que transfirió horizontalmente al núcleo de las células eucariotas los genes responsables de estos caracteres”. Sandín está convencido de que este cuarto dominio está formado por los virus, que han aportado a lo largo de la evolución los restantes genes. Lo que implica que todo el ADN que no es de origen bacteriano, es, con toda probabilidad, de origen vírico.
¿Cuál es el papel exacto de los virus como agente de desarrollo? Para responder a esta pregunta Sandín cita los trabajos de Ronshaugen, que demuestran que el origen de los insectos a partir de primitivos crustáceos con múltiples patas se produjo por supresión de extremidades torácicas durante la embriogénesis por medio de proteínas reguladoras Hox. Según Ronshaugen, es la ganancia o pérdida de activación de las proteínas Hox la responsable de muchos procesos de diversificación morfológica durante la evolución animal. A lo que añade Sandín que estos cambios en la activación habrían estado mediados por agentes retrovirales, cuyos derivados, los retrotransposones, serían los responsables tanto del origen de las secuencias repetidas que constituyen los genes Hox, como de las grandes remodelaciones genómicas que han tenido lugar a lo largo de la evolución.

Todo este cúmulo de evidencias, y mucho más, es lo que mueve a Sandín a proponer su hipótesis de integración de sistemas complejos, según la cual “la complejidad de los fenómenos de la vida deriva de una gran complejidad inicial de sus unidades constituyentes (es decir, no de ‘una molécula con capacidad de autorreplicación’) y que las propiedades de los sistemas que conforman la vida (célula, órgano, organismo, ecosistema) son una consecuencia de las propiedades de sus componentes (por otra parte, con procesos extremadamente conservados). Por ello, tanto la capacidad de ‘ajuste’ de los organismos al ambiente (que conduce a ‘adaptaciones’ de una complejidad sorprendente y de una eficacia significativamente coherente con la función a que están destinadas) como las remodelaciones e innovaciones genéticas, morfológicas, fisiológicas y ecológicas implicadas en el proceso evolutivo, son derivadas de las capacidades y de la información contenidas en estas unidades básicas: bacterias y virus”.

Nuevos retos
Por lo visto hasta ahora, parece evidente que el reto de este mes consiste en adoptar una de las dos posturas enfrentadas –la ortodoxa y la heterodoxa– y aportar argumentos a favor de una u otra. ¿Existen pruebas, en contra de lo que proclaman Margulis, Sandín y tantos otros, de aparición de nueva información genética a partir exclusivamente de un proceso de mutación-selección? ¿O es, por el contrario, necesario recurrir a procesos de integración de genomas víricos o bacterianos? ¿Podrá tal vez algún lector proponer una tercera vía?
Como viene siendo habitual, comentaremos todas las contribuciones en próximos meses. Pero, como novedad, se mandarán las más interesantes al profesor Sandín, que promete estudiarlas con interés. En cualquier caso, y al margen de la postura que adopte cada cual, parece evidente que corren nuevos tiempos para la biología y un nuevo paradigma se ventea en el ambiente. Resultará, sin duda, fascinante ver qué depara en los próximos años todo este fermento intelectual.

Dirección de contacto: José Gabriel Segarra · Instituto de Enseñanza Secundaria La Melva · Avda. de La Melva, 7 · 03600 Elda · Alicante · Correo electrónico: josegsegarra@yahoo.es
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