Junio - 2020 22 de diciembre de 2024
|
Dos sindicatos agrarios, UPA y COAG, han lanzado una campaña para declarar la provincia de Ávila “libre de lobos”. ¿Libre? Escasa libertad para cualquier abulense que no sea un ganadero de convicciones medievales. Aunque justo es reconocer que la iniciativa está respaldada por la Diputación Provincial y casi un centenar de alcaldes. Por su parte, la organización Lobo Marley ha entregado 142.000 firmas en el Ministerio de Agricultura, Alimentación y (no siempre) Medio Ambiente en apoyo de la especie y para frenar los intentos de promover su extinción en Ávila. A todo esto, hay una legislación ambiental que nadie parece tomarse en serio: el lobo no está catalogado como especie cinegética al sur del Duero.
Cuando estaba a punto de cumplir 32 años de edad, el próximo mes de diciembre, algunos cambios han venido a reorganizar la trastienda de Quercus. Los actuales integrantes de su redacción, Rafael Serra, José Antonio Montero y Miguel Miralles, han llegado a un acuerdo con Editorial América Ibérica para hacerse cargo de la revista, que inicia así una nueva etapa dentro de su ya dilatada trayectoria. La casualidad ha querido que coincidiera con el número 333, aunque las negociaciones se remontan al verano pasado. Para dotarla de un soporte adecuado, los nuevos propietarios han constituido una sociedad denominada Drosophila Ediciones, que será quien publique Quercus a partir de ahora, de forma totalmente independiente de cualquier grupo empresarial.
En este número de Quercus contamos cómo el oso cantábrico, tras haberse colocado al borde de la extinción hace unos veinte años, se va recuperando. Por esas mismas fechas, estaban también a punto de sucumbir los otros dos grandes emblemas de nuestra fauna: el lince ibérico y el águila imperial. Por suerte, la veintena de cachorros del primero que han salido adelante este año en los centros de cría en cautividad de El Acebuche (Doñana) y La Olivilla (Jaén), así como las 250 parejas de la segunda que criaron con éxito en libertad en 2008, son argumentos de peso para que seamos optimistas.
En el contexto del cambio positivo de actitud de la sociedad española con respecto a nuestra biodiversidad, el Gobierno central y las comunidades autónomas han tenido la oportunidad de administrar durante estos veinte años un flujo excepcional de subvenciones para las especies amenazadas, procedente de los fondos Life y otras fuentes de financiación de la Unión Europea (UE), como las ayudas agroambientales.
Además, las administraciones no han estado solas. Ejemplo de ello son los incontables convenios con ONG y universidades, las alianzas con el mundo de la empresa y la banca a través de fundaciones y obras sociales o las colaboraciones con propietarios de fincas y otros colectivos del mundo rural, plasmadas en novedosos proyectos de custodia del territorio.
Casi podríamos decir que, con las condiciones y oportunidades que se han dado, los logros con nuestra fauna y flora más vulnerable son lo mínimo que se podía haber hecho. Y, por supuesto, estos éxitos no deberían ser una invitación al conformismo. Estamos en un momento crucial para consolidar lo ya obtenido y dar un salto cualitativo o, por el contrario, que el fruto de tantos años de esfuerzos se pierda. En otras palabras, si los osos cantábricos no encuentran pasillos naturales para conectar y ampliar sus poblaciones, si los linces criados en cautividad no cuentan con buenos hábitats allí donde se reintroduzcan o si la amenaza del veneno y de los tendidos eléctricos sigue gravitando sobre las águilas imperiales, de poco nos servirán esos resultados que ahora exhibimos con orgullo.
En los actuales tiempos de crisis, la biodiversidad es como ese amigo que cae bien a todos, pero que todos echan a un lado cuando las cosas se ponen feas, ignorando que él tiene en buena parte la llave para abrir la puerta a las soluciones. Es un secreto a voces que la UE no va a poder cumplir el objetivo tan publicitado de frenar la pérdida de biodiversidad en territorio comunitario para 2010. Cuando en 2001 los jefes de Gobierno de los estados miembros se comprometieron a ello, contaban con las herramientas legislativas y financieras para haberlo lograrlo. Pero a pocos meses de que se cumpla el plazo, ya sabemos que el fracaso será sonado.
En España, la aprobación a finales de 2007 de la Ley de Conservación del Patrimonio Natural y la Biodiversidad levantó muchas expectativas. Año y medio después, apenas se han registrado avances, especialmente en lo que se refiere a especies amenazadas, y casi todo lo que hay que hacer sigue siendo eso, un bonito papel. No seamos tan ingenuos de creer que nuestros osos, linces y águilas imperiales ya se han salvado. Precisamente ahora, cuando las posibilidades de que sus poblaciones se recuperen son mayores que nunca, sería imperdonable bajar los brazos.
Al lado de los grandes problemas ambientales de nuestro tiempo, el trasiego de especies animales y vegetales parece un asunto menor, pero algunas cifras demuestran claramente lo contrario.
No quisiéramos pecar de agoreros, pero en el artículo editorial del pasado mes de agosto, titulado “Monopoly playero”, ya adelantamos nuestras sospechas sobre el futuro de El Algarrobico, un hotel construido en terrenos del Parque Natural Cabo de Gata (Almería) con absoluto desprecio de la legislación vigente. En aquella ocasión decíamos que serviría de muestra para calibrar el talante conservacionista de nuestras autoridades ambientales y las emplazábamos a resolver el siguiente dilema: ¿será demolido o se buscará un subterfugio para legalizarlo por la política de los hechos consumados? La anterior ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona, apostó por la demolición y con ello se jugó el cargo. La patata caliente cayó en manos de la actual ministra del ramo, Elena Espinosa, y ahora sabremos qué sectores pesan más en su cartera.
Todo esto viene a cuenta del revuelo que se ha formado a raíz de la modificación de la Ley de Costas, anunciada por el Gobierno. Bien es cierto que el principal objetivo de dicha ley, velar por el dominio público marítimo-terrestre, se ha saldado con un rotundo fracaso. Pero la reforma no va en el sentido de alcanzar ese propósito, sino en el de sancionar las miles de irregularidades urbanísticas que se han consentido desde 1988 y que han convertido a la Ley de Costas en papel mojado. Es un fracaso de la razón y la legalidad, al tiempo que un triunfo de la ambición, los trapicheos y el mangoneo. Si finalmente la ley se modifica, el mensaje subliminal no puede ser más claro: “construyan ustedes donde les dé la gana, incluso en suelo público catalogado, que ya buscaremos luego alguna artimaña para solucionarlo.” ¡Con qué distinto rigor se aplican según qué leyes en este país! La reforma legal no pretende ni siquiera prorrogar las concesiones hechas en su día a los propietarios de las construcciones ilegales, sino sancionarlas de tal forma que puedan entrar a formar parte del mercado inmobiliario. Es decir, lo que antes, una vez terminada la anterior concesión, estaba destinado a regresar al dominio público, ahora será prácticamente privatizado y objeto de transacción comercial. El delito queda impune y, encima, se premia al delincuente. En tales circunstancias, es comprensible que las organizaciones ecologistas hayan puesto el grito en el cielo. Como bien se ha apresurado a denunciar Juan Carlos del Olmo, secretario general de WWF España, “desde su creación, la Ley de Costas ha sufrido numerosas modificaciones para disminuir los mínimos de protección establecidos en 1988. Cada vez que ha habido un intento de aplicación estricta, como ha ocurrido con los deslindes de los últimos años, se promueve una reforma de este tipo que disminuye la protección del litoral.” Ecologistas en Acción va más lejos todavía y, tras tildar la reforma de “vaciado de la Ley de Costas”, critica el mecanismo de tramitación, a través de una enmienda a la Ley de Navegación que no necesita ser sometida al Consejo de Estado ni al Pleno del Congreso. Mientras tanto, Greenpeace se ha propuesto “hacer desaparecer” El Algarrobico con los únicos medios a su alcance: cubriéndolo púdicamente con una enorme tela de color verde.
Este número de Quercus viene con tres artículos sobre fauna necrófaga. Subyace en todos ellos la idea de que ante la falta de comida para nuestras especies carroñeras, derivada de la retirada sanitaria de cadáveres ganaderos, no es suficiente, o no siempre es la mejor opción, abrir grandes comederos artificiales, como se está haciendo en las estrictas condiciones que permite la legislación. Los expertos desconfían de que estos nuevos muladares “de conveniencia” puedan emular la complejidad de los procesos ecológicos asociados a las carroñas.
Por suerte, se ha abierto una puerta a que algunos restos ganaderos, bajo ciertas garantías sanitarias y en determinadas zonas, queden expuestos en el campo, sin la obligación de destruirlos o de depositarlos en un aséptico muladar. Debemos felicitarnos por que la Unión Europea haya incorporado esta posibilidad al proceso de reforma –que las instituciones comunitarias están a punto de culminar– del famoso reglamento 1774/2002 sobre Subproductos Animales No Destinados Al Consumo Humano (SANDACH).
Hace siete años, este reglamento marcó un antes y un después al imponer la obligación de retirar y eliminar el ganado muerto, privando de un recurso vital a la fauna silvestre, que ahora en cambio se verá beneficiada con la inminente modificación de la misma normativa. Esto hay que agradecérselo en buena parte a dos ONG españolas: SEO/BirdLife, como embajadora de las aves necrófagas, y el Fapas, que defendió a osos y lobos, más dependientes de las carroñas de lo que a menudo se cree.
En el momento clave de las negociaciones, estas asociaciones supieron vender sus reivindicaciones en los despachos de Bruselas. El apoyo de algunos funcionarios españoles concienciados y de políticos influyentes como la eurodiputada Rosa Miguélez facilitó las cosas. Pero lo más decisivo ha sido la intuición y dedicación de las personas que, representando a esas ONG, o colaborando con ellas, han trabajado en la sombra. Del derrotismo y la impotencia, al comprobar cómo demasiado a menudo decisiones tomadas por la lejana burocracia comunitaria no tenían en cuenta el valor o la peculiaridad de la biodiversidad ibérica, hemos pasado a ejercer de lobby para nada menos que orientar la legislación europea a favor de nuestras especies y hábitats.
Dicho esto, avisamos de que aún no está todo hecho. La Comisión Europea debe elaborar la normativa de desarrollo del nuevo reglamento, con el riesgo de que su peso conservacionista sea rebajado a última hora. Y se necesita que las comunidades autónomas, competentes para aplicarlo desde el mismo momento en el que se publique en el Diario Oficial de la Unión Europea, en un contexto muy condicionado por el enorme gasto público dedicado actualmente a la retirada y eliminación de restos ganaderos y todos los intereses creados en torno a ello, apuesten decididamente por favorecer a los animales necrófagos. Ya sólo por la función a menudo olvidada de ser los agentes sanitarios más baratos y eficaces del medio natural, creemos que es una responsabilidad ineludible.
Desde luego, es una magnífica noticia que se haya triplicado la población silvestre de lince ibérico en poco más de una década. Aunque no conviene echar demasiado pronto las campanas al vuelo, ya que la recuperación de una especie mundialmente amenazada supone un formidable desafío. De hecho, tenemos otro carnívoro sometido al mismo grado de amenaza y cuya salvación supondrá un reto aún mayor que la del propio lince ibérico. Se trata del visón europeo, una especie que depende en gran medida de lo que ocurra en sus poblaciones españolas, localizadas en el norte del país y con una relevancia muy significativa en el contexto de su precaria distribución mundial.
Como ya sabrán todos los lectores de Quercus, el pasado 23 de octubre un cazador resultó atacado y levemente herido por una osa en el Pirineo catalán. A partir de entonces, no han cesado las peticiones desde distintos ámbitos para que se capture al animal y las consiguientes réplicas de los grupos ecologistas para que se regule la caza allí donde esta actividad comparte territorio con especies protegidas. Una polémica por lo demás estéril si nos atenemos a los hechos. La osa, conocida como Hvala, fue atosigada durante toda la mañana por los perros de los cazadores y es posible que estuviera acompañada de una cría. El acoso se saldó con un ataque sin consecuencias graves y a todas luces defensivo. Cualquiera que haya intentado observar a la fauna en su entorno natural sabe que la reacción habitual de los animales es la huida y de ahí que resulte difícil localizarlos, en especial a los mamíferos y más si son de gran tamaño. Podría decirse que para ser atacado por una osa hay que haber tenido una conducta temeraria.
El debate de fondo es otro. Cuando hablamos de amar y respetar la naturaleza, ¿a qué nos referimos exactamente? Es en casos como el protagonizado por la osa Hvala cuando quedan al aire todas las carencias de nuestra sociedad, por no decir su cinismo. Podemos sentirnos afortunados de que aún existan poblaciones de oso, o de lobo, en un país europeo e industrializado. Pero, por supuesto, las declaraciones de intenciones no bastan y, además, hay que saber convivir con especies que pueden causar problemas. Los daños del oso o del lobo deben ser reparados con prontitud y aceptar que, si queremos un entorno bien conservado, tenemos que asumir algunas molestias. Más problemas genera la vida en las ciudades, por no recurrir al tópico de los accidentes de tráfico, para que ahora nos rasguemos las vestiduras por un incidente aislado y anecdótico.
Hace ya bastantes años, en mayo de 1998, cuando Quercus iniciaba su etapa mensual, publicamos un artículo muy interesante de Pancho Purroy, Anthony Clevenger, Luis Costa y Mario Sáenz de Buruaga sobre la depredación de osos y lobos sobre el ganado y las especies de caza mayor en las montañas leonesas de Riaño. Dada su vigencia, ganas hemos tenido de publicarlo de nuevo dos décadas después. Una de sus conclusiones principales es que ni el oso ni el lobo viven por gusto en esos reductos montañosos, sino que los hemos acorralado allí a fuerza de cultivos, carreteras y construcciones. Basta con consultar algunos libros añejos para percatarse de que ambas especies habitaban hace pocos siglos en el centro peninsular. El lobo ha comenzado a reconquistar sus antiguos territorios, para disgusto de los mismos agoreros que ahora claman contra Hvala, mientras que el oso lo tiene más difícil. Pero se están dando los pasos necesarios para ello, con la oposición de un puñado de cavernícolas, y será de rigor ceder algo de terreno, aunque sea un poco, si de verdad queremos presumir de ser un país moderno y civilizado.
Un 15 de agosto de hace justo cuarenta años apareció en el BOE el primer decreto de creación del Parque Nacional de Doñana. “Aquella noche, la más larga de mi vida, la pasé explicando a mi mujer cuánto, desde aquellos lejanos días de 1952, había deseado que llegara ese día”, cuenta José Antonio Valverde en sus impagables Memorias de un biólogo heterodoxo.
Pocos años antes, el naturalista español que asumió la tarea ciclópea de hacer realidad su sueño de unas marismas del Guadalquivir protegidas, había sido testigo de excepción del nacimiento del WWF, fundación creada para apoyar económicamente la salvación de Doñana antes de convertirse en el símbolo planetario de la defensa de la vida silvestre amenazada.
Cuarenta años después de aquel BOE, la oficina española del WWF (conocida durante buena parte de su larga trayectoria como Adena, otras siglas históricas), ha presentado un informe que a buen seguro habría también desvelado a Valverde, pero esta vez no por la emoción de un sueño realizado, si no por la desilusión de todo lo contrario. Doñana no podrá sobrevivir si no consigue ver triplicada la cantidad de agua que recibe hoy en día (estimada en 75 hectómetros cúbicos al año), advierte el informe.
WWF España se basa en este documento para reclamar que se reduzcan a la mitad los cultivos del entorno del parque nacional que se riegan con aguas subterráneas (mayoritariamente fresón), a menudo obtenidas con pozos ilegales que deberían estar cerrados. Además, esta ONG exige que no se demoren más las actuaciones de restauración hidrológica a la que se comprometieron años atrás las administraciones en el famoso plan “Doñana 2005”, con el objetivo de que el río Guadiamar vuelva a inundar la marisma.
Cuarenta años después de aquel BOE, Doñana ha perdido el 80% del aporte natural de agua que tenía. En condiciones normales, los acuíferos descargaban en los arroyos y estos, a su vez, en la marisma. Sin embargo, los regadíos han bloqueado este flujo al robar el agua y hacer que Doñana muera lentamente de sed. Así lo indica la desaparición de buena parte de la vegetación que depende de estos aportes, por no hablar de la disminución de las poblaciones emblemáticas de especies muy ligadas al medio acuático, como el avetoro o la cerceta pardilla.
Otro espacio protegido ha sido aún más dañado por el robo de agua para el riego agrícola abusivo: las Tablas de Daimiel, antaño corazón vivo de la Mancha Húmeda y actualmente un remedo reseco y agonizante de aquel esplendor natural de antaño, hasta el punto de que únicamente la inercia histórica justifica que mantenga su largo currículo de títulos proteccionistas, empezando por el de parque nacional. Cuarenta años después de aquel BOE, Doñana corre hoy en día el peligro de convertirse en un nuevo Daimiel.
A finales del pasado mes de julio, un juzgado de Ávila declaró nulas las autorizaciones para construir una gran urbanización, tal y como informamos en este número de Quercus (págs. 58 y 59). La zona elegida para los 7.500 chalets previstos, además de tres campos de golf y un hotel de lujo, es un pinar de alto valor ecológico en el término municipal de Villanueva de Gómez (Ávila) donde, entre otras rapaces, campea el águila imperial ibérica.
Felicitamos a SEO/BirdLife por el magnífico trabajo –a través de innumerables informes jurídicos, denuncias penales y recursos– que en los últimos años ha llevado a cabo la ONG para acreditar la importancia del bosque afectado, algo que nadie antes se había tomado la molestia de valorar, como lo demuestra el hecho de que los terrenos en cuestión llevaban más de veinte años recalificados como urbanizables.
Juan Carlos Atienza, coordinador de conservación de SEO/BirdLife, lo dice muy claro en Pluma y conservación, su más que recomendable blog: “Se trata de una sentencia que abre nuevas puertas y que deja claro que el hecho de que un suelo esté calificado como urbanizable no quiere decir que pueda construirse en él de cualquier manera”.
El interés de este pronunciamiento judicial se acrecienta más aún si tenemos en cuenta que las obras de la urbanización estaban bastante avanzadas, con muchos metros de viales ya asfaltados. Y lo que es más significativo, el pinar no goza de protección alguna, a pesar de merecerlo sobradamente. No olvidemos que, en un país como el nuestro, comprobamos demasiado a menudo cómo ni siquiera la declaración de un parque, reserva o cualquier otra figura legal proteccionista, impide que se lleven a cabo proyectos incompatibles con su vocación conservacionista (véase el caso de la estación de esquí de San Glorio en plena zona osera cantábrica).
Por eso, es una de las mejores noticias con las que nos hemos tropezado en los últimos tiempos el hecho de que un juez haya tenido en cuenta el valor intrínseco de un espacio natural, independiente de que haya sido protegido o no por la Administración de turno. Y además, que lo haya hecho con semejante contundencia, ya que la sentencia ordena demoler lo construido y restaurar lo destruido. En otras palabras, las calles trazadas entre los pinos tendrán que ser levantadas y habrá que reponer los miles y miles de árboles talados.
Se nos ocurren multitud de casos en los que el precedente de Villanueva de Gómez podría ser extrapolable por tratarse de espacios naturales sin protección legal sobre los que sin embargo gravitan proyectos destructivos que ponen en peligro valores naturales excepcionales. Un ejemplo son las obras del campo de golf que han empezado a arrasar el santuario de orquídeas de Son Bosc, en Mallorca, cercano pero fuera de los límites del Parque Natural de S’ Albufera. Nuestras últimas noticias son que la promotora del proyecto insiste en continuar con las obras, a pesar de que el Gobierno balear ha ordenado paralizarlas por estar tramitándose la incorporación de la finca afectada a una Zona de Especial Protección para las Aves (ZEPA). El asunto ha tenido una gran repercusión internacional y ha motivado ya varias oleadas de cartas de protesta de expertos y conservacionistas europeos alarmados ante un escándalo que se debe (y aún se puede) detener.
|
|
|