Junio - 2020 21 de diciembre de 2024
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A principios de abril nos enteramos de la muerte del oso Cachou en el valle de Arán, un integrante de la población que franceses y españoles tratan de consolidar en los Pirineos, donde la especie fue erradicada en tiempos recientes. Era un ejemplar al que se le atribuían varios ataques al ganado durante los últimos meses y de ahí que a ambos lados de la cordillera se exija ahora una investigación a fondo para descartar que la muerte de Cachou no fue un acto deliberado e ilegal. En nuestro país, entre las ONG que apoyan la reclamación están algunas tan relevantes como WWF España, SEO/BirdLife y Fapas.
El aumento imparable de la digitalización ha sacudido hasta sus cimientos el escenario donde venía desarrollándose la prensa escrita, agravado en tiempos más recientes por las medidas adoptadas para frenar la pandemia del Covid19. Bien es cierto que las redacciones han seguido trabajando, los canales de distribución han permanecido abiertos y que no se ha considerado necesario cerrar los quioscos. Sin embargo, nada parece ser ahora como era hace apenas un par de meses. Los periodistas están diseminados por sus domicilios, las distribuidoras mueven un menor volumen de publicaciones y muchos quiosqueros han decidido tomarse unas vacaciones forzadas debido al bajón de los ingresos. Justo antes de la Semana Santa, habían cerrado casi 2.300 puntos de venta habituales, aproximadamente un 23% del total.
El libro está impreso en cuarto mayor, tiene 558 páginas y pesa sus buenos dos kilos. Es una obra colectiva en la que han participado 49 autores. En la portada aparece una estrella de mar de la especie Heliaster helianthus, procedente del Pacífico chileno, con sus 24 brazos desplegados como pequeños rayos de sol. Está editado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y se titula Las colecciones del Museo Nacional de Ciencias Naturales. Fue presentado en el salón de actos de esta veterana institución, heredera del Gabinete de Historia Natural promovido por Carlos III, el pasado 5 de marzo, con presencia de sus tres editores: el ictiólogo Ignacio Doadrio, el malacólogo Rafael Araujo y el conservador de invertebrados no artrópodos, Javier Sánchez Almazán. Ofició como maestro de ceremonias Santiago Merino, actual director del museo.
La noticia me dejó helado. Félix Rodríguez de la Fuente había muerto en un accidente de avioneta mientras filmaba uno de sus documentales en Alaska. Era el 14 de marzo de 1980, el mismo día que cumplía 52 años. Mucho después, su viuda, Marcelle Parmentier, contó una anécdota estremecedora. En aquella época, sin Internet ni teléfonos móviles, las comunicaciones entre Alaska y España eran precarias, así que durante su anterior conversación habían acordado que reuniera a sus tres hijas el día de su cumpleaños, cuando trataría de llamar a casa por la noche. La llamada que recibieron fue muy distinta, pues les anunciaba su deceso. Una vida de héroe: intensa, corta y memorable. Hasta el final.
Como es sabido, detrás de la figura legendaria de Félix trabajaba un nutrido equipo de profesionales. Pero había algo que nadie podía hacer por él. Esa voz enfática y subyugante era estrictamente suya. Una voz capaz de encandilar a cualquier audiencia. Pude comprobarlo en un ruidoso bar de Madrid donde intentaba comunicarme a gritos con un amigo. Por supuesto, la televisión estaba puesta y nadie le hacía el menor caso, aunque contribuía a la barahúnda general. De repente, poco a poco, bajó el volumen de las conversaciones y aquel aparato en blanco y negro empezó a captar la atención de los parroquianos. Había empezado un programa de El Hombre y la Tierra y la voz, la voz de Félix, se había ido imponiendo como un bálsamo. Lo que antes era pura algarabía se transformó en un auditorio atento, prendido de sus palabras. En eso no tenía igual. Podría haber sido un chamán, un vendedor de aspiradoras o incluso un político, como muchos temían, pero era un odontólogo reconvertido en naturalista. Un aventurero.
Este mes, en vez de un artículo editorial, es preferible una columna firmada. No era aconsejable tanta distancia. Conocí a Joaquín Araújo en septiembre de 1977, en la sede de Aepden (Asociación de Estudios y Protección de la Naturaleza) una ONG pionera y a estas alturas ya histórica. Era un tipo desgreñado y barbudo, con unas gafitas a lo John Lennon, que conspiraba en aquel piso destartalado que él mismo había alquilado. Seguramente por ser el único pudiente y capaz de firmar un contrato de arrendamiento. La sede de Aepden era un torbellino de actividad, pues se estaba preparando nada menos que la asamblea constituyente de la Federación del Movimiento Ecologista Español en Cercedilla, una localidad de la sierra madrileña.
El cierre de este número de Quercus coincidió con los últimos días de la Cumbre del Clima en Madrid (COP25). A falta de saber si tan titánico esfuerzo organizativo mereció la pena, sí podemos adelantar ya que el trasiego de información alrededor de este evento ha sido abrumador. ¿Seremos capaces de que todo ese maremágnum de declaraciones, notas de prensa, documentos, discursos y posicionamientos se traduzcan en los acuerdos y avances esperados?
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