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Junio - 2020    30 de diciembre de 2024

Editorial

Más de 2.500 científicos de reconocido prestigio han suscrito una carta en la que solicitan al Parlamento Europeo un cambio de rumbo en la Política Agraria Común (PAC). En ella dejan constancia de que existe un “consenso inequívoco” entre la intensificación de la agricultura y la pérdida creciente de biodiversidad. Nada nuevo para los lectores de Quercus. Lo sorprendente es que los diputados europeos aún no lo sepan. De hecho, no deben saberlo, porque perseveran en un modelo agrario incompatible con la diversidad de especies animales y vegetales. Los campos de antaño, cuando las explotaciones eran mucho menos intensivas, albergaban una diversa comunidad de seres vivos. No puede compararse, desde luego, con la de los ecosistemas originales, pero sí tenía relevancia para la diversidad biológica. Ahora, sin embargo, cuando los monocultivos y el regadío ganan terreno a marchas forzadas, el escenario es más propicio para la “primavera silenciosa” que ya vaticinó Rachel Carson en los años sesenta. Aunque ella pusiera el acento en el DDT y otros insecticidas, sin tener en cuenta consecuencias tan negativas como la pérdida de linderos y barbechos debido a la concentración parcelaria. Los campos actuales se parecen más a un desierto monocolor que al bosque aclarado que fueron en sus orígenes.

Las imágenes de televisión son siempre impactantes. Las del Mar Menor a me-diados del pasado mes de octubre mostraban un panorama apocalíptico. Mi-les de crustáceos y peces muertos, entre ellos la amenazadísima anguila, se acumulaban en las playas de su extremo norte. Ni siquiera se libraba el cangrejo azul, una especie exótica, invasora y capaz de prosperar en entornos muy perturbados. Pero no tanto. Lo que aquellas escenas no podían transmitir es el hedor que des-prendían las víctimas de semejante hecatombe.

¿Víctimas de qué? Según Antonio Luengo, consejero de Agricultura de la Re-gión de Murcia, víctimas de las lluvias torrenciales provocadas por la Gota Fría. Un culpable ajeno a cualquier planificación política y que exonera de responsa-bilidades inmediatas. Según las organizaciones ecologistas, las causas hay que buscarlas en la pésima gestión del Mar Menor, la mayor laguna salada de las costas españolas, a la que sirven de poco las figuras de protección que ha ido acumulando a lo largo del tiempo, desde Sitio Ramsar hasta Zona de Especial Protección para las Aves (ZEPA).

En este número deQuercus dedicamos dos artículos de fondo a sendos invertebrados, la náyade Margaritifera margaritifera y la mariposa Vanessa cardui. Hemos de reconocer que no es habitual. Siempre se nos ha reprochado que nuestros contenidos estén muy sesgados hacia los grandes vertebrados, aves y mamíferos sobre todo, aunque lo único que hacemos es intentar reflejar la realidad. Quizá los fondos destinados a conservación sí tengan esa deriva, que finalmente termina por reflejarse en lo que publicamos. De hecho, hacemos un poco de discriminación positiva hacia la fauna menos evidente, como los dos casos que protagonizan este número de la revista. La portada, sin embargo, se la hemos reservado al bigotudo, un vertebrado que entraría de lleno en el grupo de las especies privilegiadas, aunque sea un pajarillo difícil de ver y de distribución muy irregular en nuestro país.

Un equipo de investigadores del Museo Nacional de Ciencias Naturales (CSIC) se ha encargado de traducir El manual de la incertidumbre, en concreto Salvador Herrando y David R. Vieites, los flamantes autores de nuestra sección fija sobre cambio climático. La obra original fue elaborada por la organización europea Climate Outreach y ya estaba disponible en otros seis idiomas. Además, es de libre circulación y puede descargarse gratuitamente desde el siguiente enlace: https://climateoutreach.org/resources/uncertainty-handbook/

La comunidad científica ha vuelto a avisarnos de que padecemos una crisis de biodiversidad sin precedentes en la historia de la humanidad. Hace dos meses, en la revista de junio, ya nos hacíamos eco de las conclusiones del informe elaborado por la Plataforma Intergubernamental sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES, por sus siglas en inglés), un organismo de rango equivalente al Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), según el cual podríamos asistir a la extinción de hasta un millón de especies en las próximas décadas. No es el apocalipsis, porque la Tierra ha sufrido convulsiones aún mayores, pero sí la confirmación de lo que ha venido en llamarse “sexta gran extinción”. Esta vez el episodio no estará provocado por meteoritos en trayectoria de choque ni por masivas erupciones volcánicas, sino por la influencia simultánea y acumulativa de una sola especie, la nuestra. Suena terrible, pero así es: somos responsables de la sexta extinción masiva de especies que ha registrado nuestro planeta. Las víctimas serán cuantiosas, como en las cinco ocasiones anteriores, pero no supondrá el fin de la vida sobre la Tierra. Aunque sí el de nuestra civilización, tal y como la conocemos. No es un dogma, sino una evidencia. Y aquí no valen eufemismos ni lenguajes políticamente correctos.

El 14 de agosto de 1969 fue declarado formalmente el Parque Nacional de Doñana.Es decir, el mes que viene cumplirá cincuenta años de existencia legal.En sus primeros tiempos, apenas fueron 35.000 las hectáreas de marismas asociadas a la desembocadura del Guadalquivir que quedaron protegidas. En la actualidad,esa superficie se ha ampliado hasta sumar más de 50.000 hectáreas, a las que cabría añadir otras 70.000 del parque natural que se creó alrededor del núcleo original.

Tenéis en vuestras manos el número 400 de Quercus. Una revista de las clásicas, en papel impreso, como aquella primera y aventurada entrega de 1981, hace ya casi 38 años, con su flamante lechuza en la portada. Son unas cifras a tener en cuenta, más allá de la frialdad numérica o de los caprichos del sistema decimal. Como es inevitable en cualquier trayectoria que consiga dilatarse en el tiempo, a lo largo de estos 400 números ha pasado de todo: bueno, malo y regular. Pero el balance ha de ser por fuerza positivo, ya que de otra forma no estaríamos aquí. Ítaca queda aún lejos, pero el viaje sigue mereciendo la pena, que era en lo que insistía Cavafis.

A finales del pasado mes de marzo, el Consejo de Ministros revisó el Catálogo español de especies exóticas invasoras e incluyó dos nuevas plantas peligrosas para los ecosistemas canarios: el tabaco moruno (Nicotiana glauca) y la hierba de la Pampa (Cortaderia selloana). La última de las cuales, por cierto, ya había sido catalogada como funesta para la flora peninsular. Pero a la lista se añadieron tres reptiles y un mamífero, que no tardaron en saltar a la palestra mediática como casos pintorescos. No en vano, pues eran la pitón real (Python regius), el varano de la sabana (Varanus exanthematicus) y la tortuga de la península de Florida (Pseudemys peninsularis), además del cerdo vietnamita, un animal doméstico cada vez más apreciado como mascota. ¿Nos hemos vuelto locos?

El 1 de diciembre de 2015, cerca de la ciudad de Málaga, moría electrocutada el águila perdicera Oteo. Había nacido seis meses antes en un centro de cría francés y fue liberada a finales de esa primavera en la provincia de Álava. Gracias a su emisor GPS fue posible seguir sus movimientos de norte a sur de España, a través de siete comunidades autónomas, hasta que murió al posarse sobre el poste de un tendido eléctrico malagueño. No era la primera vez que un águila objeto de seguimiento científico caía fulminada por ese letal latigazo de alto voltaje, pero Oteo fue sin duda la que colmó el vaso de la indignación. Es enorme la cantidad de aves que mueren en España por electrocución o colisión en este tipo de infraestructuras. Un problema mayúsculo que se ha convertido en el principal azote para especies protegidas y amenazadas, entre ellas precisamente el águila perdicera.

En la primera página del Observatorio publicamos una nota breve sobre lobos que capturan corzos enfermos. Las larvas de un díptero parásito, Cephenemyia stimulator, se alojan en el hocico de los corzos y hacen que resulten más vulnerables a los depredadores. El “gusano de la nariz”, como se conoce vulgarmente este trastorno, también incrementa la tasa de mortalidad natural de sus hospedadores. Con presas fáciles y abundante carroña, el resultado no es difícil de imaginar: los lobos apenas atacan al ganado y la conflictividad social es casi nula en aquella zona suroccidental de Asturias. El lobo se percibe allí en términos positivos, como un agente sanitario.

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