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Junio - 2020    19 de diciembre de 2024

Editorial

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Los que supieron decir no

Las costas españolas están de enhorabuena. También lo están nuestros espacios naturales protegidos. El pasado 10 de mayo, Manuel Chaves, presidente de la Junta de Andalucía, anunció que el enorme hotel construido al pie de la playa de El Algarrobico, dentro del Parque Natural Cabo de Gata-Níjar (Almería), iba a desaparecer y que la zona afectada se restauraría para devolverla a su estado original, es decir, como estaba antes de las obras. Esperamos más pronto que tarde el momento en el que las máquinas derriben el último tabique de este colosal monumento a la destrucción litoral de más de veinte plantas. Se habrá hecho entonces real el sueño de un pequeño grupo de personas que un día se plantaron, convencidos de que algo había que hacer.

A principios de marzo de 2005, la gente de Amigos del Parque Natural Cabo de Gata, que ha aglutinado buena parte de esta oposición ciudadana, invitó a Quercus a visitar la zona. Por aquel entonces, el caso de El Algarrobico apenas era conocido. Frente a la mole del hotel, ya bastante avanzado, nos contaron con cierto derrotismo que llevaban años tratando de frenar la invasión urbanística del tramo más bello y singular del Mediterráneo español.

Seguramente ni ellos mismos preveían la repercusión que obtendría su protesta en los meses siguientes. Los acontecimientos se precipitaron cuando Greenpeace asumió sus reivindicaciones y en noviembre ocupó el hotel durante tres días y dos noches para pedir la demolición. La acción terminó cuando el Ministerio de Medio Ambiente reconoció que el edificio era ilegal por ocupar la zona de servidumbre de protección de costas. Luego vino la resolución judicial que ordenó parar las obras y la apertura de un expediente de infracción contra España por parte de la Comisión Europea, mientras la Junta de Andalucía, con ineludibles competencias urbanísticas y ambientales en el caso, se veía cada día más presionada a asumir sus responsabilidades. Algo a lo que finalmente ha accedido al decidir ejercer el derecho de retracto para hacerse con la propiedad de los terrenos afectados y poder así echar abajo el hotel.

No sólo se ha salvado una playa protegida, bellísima por cierto. El Algarrobico es un serio aviso para otros desmanes urbanísticos en el interior de los espacios protegidos o su área de influencia. Sin salirnos del cabo de Gata, ahí están por ejemplo los casos aún no resueltos de la urbanización Marina de Agua Amarga o del hotel de la playa de La Fabriquilla. En este mismo número de Quercus (págs. 68 y 69) alertamos sobre la amenaza que se cierne sobre la sierra litoral de Escalona (Alicante), seleccionada para su incorporación a la red europea Natura 2000.

Para hacer justicia, El Algarrobico tendría que recordarse a partir de ahora como el fruto de una ardua campaña ecologista que debiera ser todo un soplo de esperanza para quienes, de forma anónima y sacrificada, trabajan ahora mismo a escala local para impedir otras agresiones ambientales. No se ha podido hacer mejor homenaje a todos aquellos que, en su momento, supieron decir no.
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Los laberintos del fuego

Como todos los años por estas fechas, estaremos hartos de oír hablar de incendios forestales. Es el fenómeno recurrente del verano, alimentado por el calor y la sequía. Aunque las imágenes que vemos en televisión son siempre parecidas, hay muchos tipos de incendios. Eso sí, todos de consecuencias funestas. El fuego puede ser espontáneo, inevitable en el entorno mediterráneo, como queda patente en las especies vegetales que han desarrollado defensas contra las llamas o incluso se aprovechan de ellas para prosperar. Pero también es un campo de batalla en el que se dirimen no pocos conflictos rurales. Llegado el caso, el fuego puede convertirse en un aliado para agricultores y ganaderos, gestores de cotos de caza, promotores urbanísticos, mayoristas madereros e incluso para los descontentos con su ayuntamiento, sus vecinos o sus familiares en el reparto de una herencia. El recurso al cerillazo ha sido una amenaza latente en nuestros montes desde tiempo inmemorial, incluso como despecho a las campañas ecologistas. Luego están los desprevenidos, los domingueros, los amantes de las barbacoas y de los fuegos de campamento. También el fumador empedernido y hasta los críos que, desde el Paleolítico, juegan a ser aprendices de brujos. Por no hablar de los cristales que actúan como lupas, las tormentas eléctricas, las malas combustiones y otras amenazas menos evidentes. En tales circunstancias, la ausencia de incendios puede considerarse como una entelequia. Con nuestras costumbres y nuestro clima, tenemos todos los números de la rifa.

Un aspecto decisivo que también favorece al fuego es la nefasta política forestal que se ha practicado en nuestro país desde hace décadas. Los bosques genuinos arden peor que los cultivos madereros y todo el mundo sabe que hay muchas más hectáreas de los segundos que de los primeros. Los medios de extinción también arrastran su polémica, pues a menudo son insuficientes, a veces sospechosos y en ocasiones detraen recursos para atender otras emergencias ambientales igualmente importantes.

En cualquier caso, ante esta avalancha de factores adversos, no conviene olvidar que también contamos con iniciativas valientes e ingeniosas, dignas de aplauso, como el reciente acuerdo entre ecologistas españoles y portugueses para colaborar en la lucha contra los incendios a ambos lados de la frontera. O el Projecte Guardabosc impulsado en Cataluña por la Federació d’Agrupacions de Defensa Forestal Penedès-Garraf con el apoyo de la fundación Territori i Paisatge, que busca aliados entre los herbívoros domésticos para reducir la carga de combustible. O los certificados de gestión sostenible concedidos por el Consejo de Administración Forestal (Forest Stewardship Council o FSC) a 12.000 hectáreas de montes públicos andaluces, muchas de las cuales pertenecen a los parques naturales de la Sierra Norte (Sevilla) y Los Alcornocales (Cádiz).

En resumen, los incendios forestales son un asunto complejo que no puede resolverse con medidas unilaterales. Sin embargo, mucho tendríamos ganado si nuestros montes estuvieran más cerca de la diversidad y del equilibrio ecológico que de la monotonía y del expolio forestal.
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Avalancha de especies invasoras

En los últimos números de Quercus hemos dedicado mucha atención a las especies exóticas, tanto animales como vegetales, que han logrado aclimatarse a nuestras latitudes. En junio publicamos un bloque temático dedicado a siete plantas ajenas a nuestra flora; en julio destacamos el caso de Artemia franciscana, un pequeño crustáceo de las aguas salinas que amenaza con desplazar a nuestra fauna de artemias; en agosto nos ocupamos de la llegada del camarón oriental al estuario del Guadalquivir y en este mes de septiembre informamos sobre la primera cita en España del mosquito tigre, un insecto asiático potencialmente peligroso. Y la cosa no acaba aquí, para el mes de octubre prometemos hablar de Craspedacusta sowerbyi, una curiosa medusa de agua dulce encontrada en un embalse de Extremadura y que procede del río Yangtsé (China).

Hasta ahora, el problema de las especies invasoras sólo había preocupado cuando afectaba a sistemas insulares, algunos tan famosos como Hawai, Galápagos, Mauricio o Juan Fernández, la isla de Robinsón Crusoe, muchos de los cuales también han aparecido comentados en Quercus. Son, evidentemente, más frágiles que los continentes, pero también es cierto que su aislamiento y reducido tamaño facilita las labores de control y erradicación. Sin embargo, el fenómeno ha alcanzado ya dimensiones globales y puede incluirse entre los principales problemas que afectan al planeta en su conjunto, como la pérdida de biodiversidad y el cambio climático. Quizá sea la tercera cabeza de un mismo dragón –la desmesurada codicia humana– y un síntoma más de los frenéticos tiempos que nos han tocado vivir. En un mundo cada vez más interconectado y donde el trasiego de mercancías es constante, lo extraño sería que no se produjeran introducciones, intencionadas o no, de especies procedentes de lugares lejanos.

El problema de las especies exóticas es que compiten con las nativas y alteran la estructura funcional de los ecosistemas. Algunas son incapaces de adaptarse a las nuevas condiciones del entorno y perecen. Pero las que logran sobrevivir, suelen ser muy agresivas, pues se benefician de un espacio que carece de los mecanismos reguladores de su región de origen.

Además de los ya apuntados, en España tenemos varios casos claros de especies introducidas que compiten directamente con sus congéneres autóctonos. Uno de ellos es el del visón americano, que no solo desplaza al visón europeo allí donde ambos coinciden, sino que actúa como vector de la enfermedad aleutiana, para la que nuestra especie carece de defensas.

En la página 66 damos la buena noticia de que ha terminado con éxito nuestro primer intento de criar visones europeos en cautividad. Sin duda, un gran avance para la amenazada población occidental de esta especie, relegada a España y Francia. Pero la verdadera batalla del visón europeo se libra lejos de los centros de cría, en las cuencas fluviales donde su hábitat se encuentra en regresión y en la pugna que mantiene con el visón americano. No tenemos que viajar al trópico para presenciar los efectos devastadores de una especie introducida y ya es hora de que adoptemos las medidas necesarias para evitarlo. El argumento de que las especies se mueven libremente y siempre ha habido invasiones suena más a excusa interesada que a genuino interés por la biogeografía.
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Las paradojas del agua en un año de sequía

El agua que derrocha la agricultura de regadío en España bastaría para abastecer a sus cuarenta millones de habitantes durante un año. Así lo afirma WWF/Adena tras analizar detenidamente el destino de nuestros recursos hídricos en estos tiempos marcados por la sequía. Incluso desglosa sus cuentas por sectores: los excedentes agrícolas consumen la misma cantidad de agua que 16 millones de personas, el riego innecesario del olivar se bebe el agua de otros 10 millones y, por último, la falta de ahorro en la modernización de los regadíos representa, contradictoriamente, el agua de los 14 millones restantes. Un escándalo.

No deja de ser chocante que el agua que podrían consumir 16 millones de habitantes se destine a una producción que no tiene cabida en el mercado. Según WWF/Adena, solamente cuatro cultivos –maíz, algodón, arroz y alfalfa– malgastan 1.000 hectómetros cúbicos al año en excedentes agrícolas. De hecho, la producción española de estos cuatro cultivos supera ampliamente la cuota establecida por la Política Agraria Común (PAC) de la Unión Europea.

Otros 621 hectómetros cúbicos de agua, que bastarían para garantizar el suministro a 10 millones de contribuyentes, se destinan cada año a regar de forma innecesaria los olivares de la cuenca del Guadalquivir, un cultivo tradicional de secano. Ahora bien, los olivareros los riegan para tener acceso a las subvenciones que concede el Ministerio de Agricultura como prima al aumento de la producción.

Tanto España como la Unión Europea subvencionan también la modernización de los regadíos, cuyo fin es ahorrar un 30% de agua. Sin embargo, cada día aumenta la superficie regada y se tiende a implantar cultivos que demandan una mayor cantidad de agua. El balance final es que la actual política de regadíos no ahorra ni un solo litro de agua. He aquí los 844 hectómetros cúbicos que podrían abastecer a los 14 millones restantes.

No hace falta ser un experto en finanzas para darse cuenta del despilfarro que supone mantener de forma artificial un sector económicamente ruinoso y socialmente minoritario. Si a estos gastos se añade el coste, también ambiental, de construir embalses y las subsiguientes obras secundarias de canalización y distribución, el resultado es sencillamente inadmisible. Los datos son aplastantes: invertimos el 80% de los recursos hídricos de este país, con sus correspondientes consecuencias ambientales, en satisfacer las demandas de la agricultura de regadío, un sector que sobrevive gracias a las subvenciones y que genera excedentes. Es difícil hacerlo peor.

Pero puede intentarse. WWF/Adena ha averiguado también que en España hay actualmente 276 campos de golf y otros 150 están en proyecto. Para mantenerse, cada uno de estos campos de golf necesita el agua equivalente al consumo anual de 15.000 personas. A efectos prácticos, un campo de golf viene a ser como un cultivo de regadío y, dada la afición a dicho deporte en nuestro país, este también parece un sector claramente destinado a la producción de excedentes.

El mensaje de WWF/Adena es clamoroso y Quercus lo hace suyo: urge revisar el Plan Nacional de Regadíos y corregir la política de subvenciones agrarias para, en todo caso, favorecer a los cultivos de secano.
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Desdoblar igual a urbanizar

A veces, asuntos locales sirven para tomar el pulso al medio ambiente en mayúsculas y valorar la importancia que realmente le estamos dando, al margen de modas y declaraciones retóricas.

El pasado 18 de octubre, los cinco grandes del ecologismo en España (WWF/Adena, SEO/BirdLife, Greenpeace, Ecologistas en Acción y Amigos de la Tierra) dieron una rueda de prensa conjunta en Madrid para posicionarse contra la ampliación de la M-501. Aparentemente, demasiados espadas para lidiar con un tramo de vía comarcal (de Quijorna a Navas del Rey) que no llega a los veinte kilómetros. ¿A qué venía entonces tanto interés?
No estamos hablando de una carretera cualquiera. Primero, porque cruza una ZEPA –es decir, un espacio protegido por la legislación de la Unión Europea– en el suroeste de la Comunidad de Madrid donde crían águilas imperiales, buitres negros y cigüeñas negras. Hasta hace pocos años uno de los reductos tradicionales de lince ibérico, mantiene hábitats con extensión y calidad suficiente para que en el futuro el felino pudiese recolonizarlo.

La amenaza ecológica que suponía desdoblar la M-501 para convertirla en una autovía era tal que, en abril de 1998, la Consejería de Medio Ambiente de Madrid declaraba el proyecto como ambientalmente inviable. Este pronunciamiento fue a posteriori respaldado por uno de los estudios de impacto de mayor calado realizados nunca en España, impulsado por el CSIC y llevado por medio centenar de científicos. Ante lo evidente, en noviembre de 2000 el presidente madrileño Alberto Ruiz Gallardón y sus consejeros dijeron no a la polémica obra.

Desde entonces, el asunto parecía más que zanjado. Pero el pasado verano ocurrió algo que ha llenado de estupor al mundo conservacionista. Esperanza Aguirre, nueva presidenta regional, resucitó el desdoblamiento de la M-501 al ser declarado de “Interés público”. Una argucia legal con la que se pretende obviar la negativa, adoptada cinco años atrás, del consejo de Gobierno de una comunidad autónoma a un proyecto destructor del medio ambiente. El inicio de las obras ha sido ya anunciado para febrero de 2006.

No existen precedentes en España de una jugada así. Pero si Aguirre se sale con la suya, a partir de ahora cualquier actuación desestimada hasta en las más altas instancias oficiales por su impacto ambiental podría en teoría aprobarse si satisface supuestas necesidades de máxima relevancia para los ciudadanos, entre las que una naturaleza bien conservada no merece figurar. En el caso que nos ocupa, el argumento mágico para hacer borrón y cuenta nueva ha sido la peligrosidad de la M-501.

Pero resulta que un informe presentado por el colectivo Sierra Oeste Desarrollo Sostenible, basado en datos de la Dirección General de Tráfico (Ministerio del Interior) y de la propia Comunidad de Madrid, demuestra que otro tramo de la misma carretera (de Alcorcón a Quijorna) que ya está desdoblado registra una mayor siniestralidad desde que se amplió.

En la rueda de prensa, Santiago Martín Barajas, eterno enfant terrible entre los ecologistas españoles, puso el dedo en la llaga al revelar que las obras en la M-501 responden en realidad a una gran operación urbanística: doce mil nuevas viviendas y varios campos de golf, sobre todo en municipios cercanos de la provincia de Ávila, cuyo acceso se verá facilitado desde Madrid por la carretera duplicada. Ante estas previsiones, ¿qué es lo que nos están contando?
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Suspenso general

Las cinco principales organizaciones ecologistas de nuestro país –WWF/Adena, SEO/BirdLife, Ecologistas en Acción, Greenpeace y Amigos de la Tierra– han dado un suspenso a la gestión ambiental del Gobierno que preside José Luis Rodríguez Zapatero. En febrero de 2004, estos mismos colectivos propusieron a los partidos políticos que asumieran una serie de compromisos ambientales básicos y que los incluyeran en los programas que estaban defendiendo ante las elecciones legislativas del mes de marzo. Con la perspectiva que dan los dos años transcurridos desde entonces, la revisión de aquellas propuestas arroja un resultado muy poco alentador. Las conclusiones han quedado recogidas en un documento titulado Un programa por la Tierra: análisis del cumplimiento de las propuestas ecologistas para la legislatura, pero pueden resumirse en una sola y demoledora frase: “la política ambiental apenas ha mejorado y, en consecuencia, la situación de partida, que ya era claramente negativa, está muy lejos de haberse corregido.”
No deja de resultar curioso que el ministerio mejor librado haya sido el de Medio Ambiente. Los ecologistas reconocen a Cristina Narbona sus esfuerzos por mejorar las políticas relacionadas con la gestión del agua, la conservación de la biodiversidad y la participación ciudadana. Pero de ahí al aprobado queda un largo trecho. Las calabazas más sonadas han sido para los ministerios de Agricultura, Industria y Fomento, que incumplen incluso los propios compromisos electorales del PSOE en materia ambiental, mucho más asequibles. El fracaso, en definitiva, parece residir en otorgarle a las políticas ambientales un carácter transversal, capaz de impregnar toda la acción de gobierno. Por el contrario, la mera existencia de un ministerio especializado ha sido entendida como una patente de corso para que el resto de los departamentos apliquen la habitual política de desarrollo insostenible, pura y dura, que consagra el modelo económico en vigor y que es a todas luces incompatible con el mantenimiento de los recursos naturales a gran escala, la justicia social futura e incluso el equilibrio internacional.

Editorial

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Los primeros 25 años de Quercus

En diciembre de este año que acaba de empezar, la revista Quercus cumplirá 25 años. Además, el número que coincida con las próximas Navidades será el 250. No es que nos deslumbren las cifras redondas, pero algo haremos para celebrar ambos acontecimientos. Como ya hemos dicho en otras ocasiones, esta revista es fruto de una concatenación de factores muy poco probables. Para empezar, seguimos contando con un número considerable de fieles suscriptores y lectores, el cimiento más sólido de Quercus desde sus orígenes. También ha sido necesaria la complicidad de los sucesivos editores para mantener viva una revista que, no nos engañemos, nunca ha sido un gran negocio. Aunque bien es cierto que el reciente aumento de los ingresos por publicidad ha contribuido a darle una mayor estabilidad financiera. Y, por último, no es falsa modestia reconocer que todos los que han pasado por la redacción de Quercus han aportado mucho más que sus estrictas obligaciones laborales. Esta múltiple complicidad entre lectores, redacción y empresa es la fórmula que ha permitido sobrevivir a una revista muy especializada, de contenido crítico y, en no pocas ocasiones, hasta molesta para distintos poderes e intereses económicos.

Además, los casi 25 años que han transcurrido desde 1981 nos permiten tener una buena perspectiva del mercado editorial y valorar aún más, si cabe, el milagro de que Quercus siga siendo una realidad. Ahora estamos prácticamente solos en el quiosco y, sin embargo, nuestra situación es más o menos la misma de siempre. Con otras revistas ambientales o sin ellas, la fórmula de Quercus parece imperturbable. Al igual que la encina o el roble que da nombre a su cabecera, la revista se mantiene con solidez y humildad, capea estiajes y sequías, rebrota con fuerza cuando el año viene favorable y aguanta estoica los embates de la fortuna.
¿Qué cabe esperar para el futuro? Los lectores, como siempre, son los que tienen la última palabra. Pocas publicaciones han logrado establecer un vínculo tan estrecho con sus seguidores, de manera que nos mantendremos fieles a una línea editorial que, sin alharacas, ha demostrado sintonizar con la mayor parte de quienes se interesan honestamente por la conservación de la naturaleza en este país. No se trata de ser inmovilistas, sino de mantener unos criterios básicos y bien afianzados. Los contenidos podrán cambiar, como lo han venido haciendo a lo largo de estos años, pero Quercus seguirá siendo esa publicación incisiva e influyente, consagrada a debatir las políticas ambientales, a divulgar los avances científicos y a plantear las denuncias de las organizaciones ecologistas. Como decía un viejo militante y colaborador, “seremos pocos, pero estamos cargaditos de razón”. Los tiempos que corren no son los más propicios para tales mensajes, pero, precisamente por eso, es necesario que exista una revista como Quercus, capaz de aportar argumentos de peso al plato contrario de la balanza.
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Preservar el placer de observar

El mejor lugar de todo el Paleártico para observar el fenómeno de la migración de aves es el tramo costero de veinte kilómetros entre las localidades gaditanas de Tarifa y Algeciras, en la orilla norte del Estrecho de Gibraltar. Sus vientos funcionan como un embudo que canaliza –y permite contemplar a placer– el impresionante trasiego entre Europa y África, durante los pasos migratorios, de cientos de miles de cigüeñas y rapaces.

Un dato. En el marco del Programa Migres, la campaña de seguimiento de aves en el Estrecho que desarrollan la Junta de Andalucía y SEO/BirdLife, se vieron en un solo día –el pasado 1 de septiembre– más de 20.000 halcones abejeros (Pernis apivorus). Tan portentoso avistamiento se hizo desde el observatorio de El Algarrobo, el mejor punto del Estrecho para presenciar la migración post-nupcial. Pues bien, hace pocos días amaneció inundado de banderas que anunciaban un campo de golf de dieciocho hoyos, un hotel, apartamentos, villas y parcelas, nos informa Paco Montoya, portavoz del Colectivo Ornitológico Cigüeña Negra (COCN), la ONG conservacionista más activa de la zona.

Este regalito llega justo cuando se están ultimando unas negociaciones que han logrado reconducir un preocupante proyecto de “mirador y restaurante” en Cazalla, otro de los observatorios clásicos. Gracias a la presión de una campaña internacional, apoyada por cientos de birdwatchers de todo el mundo, el edificio se construirá más alejado de lo que estaba previsto de este punto de observación y se limitará a una cafetería, con el añadido de un centro de interpretación dedicado a la migración.

El COCN ha solicitado formalmente al Parlamento de Andalucía que legisle para preservar la docena de miradores y observatorios utilizados por miles de aficionados y estudiosos de las aves que acuden cada año al Estrecho, muchos de ellos procedentes de otros países. El riesgo de no hacerlo es la pérdida de un patrimonio único de gran proyección científica, educativa y turística, ante ciertas infraestructuras especialmente agresivas desde la perspectiva de su impacto visual.

Mientras el urbanismo se consolida como una de principales amenazas actuales para la biodiversidad española, las enormes posibilidades que nuestro país ofrece a la hora de plantear un turismo de naturaleza en condiciones van cerrándose, a menudo sin haberlas aprovechado mínimamente. La observación de aves podría ser en este sentido una de las actividades más agradecidas. El reclamo para muchos visitantes y el motor de desarrollo local que ya suponen las rapaces de Monfragüe o las grullas de Gallocanta son ejemplos puntuales que podrían extrapolarse a muchos otros santuarios de aves, si se apostase claramente por la conservación y el uso público respetuoso. Pero los peligros que se ciernen sobre sitios con valores tan evidentes como el estrecho de Gibraltar parecen indicar todo lo contrario.
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El hormigón impone su ley

Las salinas de Santa Pola, situadas al sur de la provincia de Alicante, son un verdadero santuario para flamencos, patos, gaviotas, charranes y demás aves acuáticas, un espacio perfectamente comparable en importancia a otros valiosos humedales mediterráneos como el delta del Ebro y la albufera de Valencia. Sin embargo, son algo incómodas para que el naturalista las disfrute a placer. Encajadas entre el mar y grandes extensiones de suelo agrícola, urbano e industrial, buena parte de la superficie del parque natural que las protege corresponde a terrenos privados que se explotan como salinas y son de acceso restringido.

Uno de los pocos sitios que había para pasear con tranquilidad era la zona de las salinas del Pinet, una explotación ya abandonada situada junto al límite sur del parque natural, muy cerca ya de la playa. En este rincón costero de belleza arrebatadora, perteneciente al término municipal de Elche y técnicamente conocido como sector MR-9, se está construyendo un complejo turístico de más de un millar de viviendas.

La prensa local dio a conocer a finales de septiembre que la Consejería de Territorio y Vivienda de la Comunidad Valenciana, que posee las competencias medioambientales en el Gobierno regional y, es, por tanto, responsable en teoría de mantener la integridad natural de estos parajes, ha dado el visto bueno a esta operación urbanística. Este típico caso de desprecio a las prioridades de conservación frente a los intereses especulativos tiene una circunstancia agravante. A raíz de los recursos judiciales presentados por la asociación Amigos de los Humedales del Sur de Alicante (AHSA), el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana se ha pronunciado en dos ocasiones en contra de la polémica urbanización. La primera en octubre de 2003 y la segunda en mayo de 2004, con sendas sentencias que anulaban las autorizaciones del Ayuntamiento de Elche a estas obras destructivas.

En este número de Quercus (págs. 68 y 69) ponemos sobre el tapete otro ejemplo de una Administración pública más interesada en poner las cosas fáciles a las empresas urbanizadoras que en defender el medio natural. Se trata de un complejo de viviendas, con campo de golf incluido, cuya construcción está destruyendo un importante retamar con camaleones cercano a la bahía de Cádiz, todo ello con la conformidad de la Consejería de Medio Ambiente de Andalucía. Está claro que en las costas españolas, es el hormigón quien sigue imponiendo su ley.
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El fuego nuestro de cada año

Como todos los años por estas fechas, asistimos una vez más a la ceremonia de la confusión al analizar las consecuencias de los incendios forestales, especialmente virulentos en Galicia. Basta con fijarse en los escenarios que eligen los reporteros televisivos para comprobar que quizá han ardido los montes gallegos, pero desde luego no los bosques gallegos. Por desgracia, hace mucho tiempo que los auténticos bosques pasaron a la historia y ese es precisamente el quid de la cuestión. Padecemos olas de incendios forestales porque no arden bosques, sino cultivos. El decorado que rodea a la mayoría de los corresponsales es inequívoco: pinos o eucaliptos chamuscados. Todo lo más, algún tojal, etapa de sucesión del bosque degradado. Así pues, soslayado hace tiempo el auténtico problema ecológico, los incendios adquieren una dimensión puramente económica. Se trata de evaluar las pérdidas, de decidir el destino de la madera quemada, de evitar que caigan los precios, de arbitrar medidas para recuperar los montes, es decir, los cultivos madereros. Y vuelta a empezar.

Nadie habla de rehabilitar el bosque, las auténticas carballeiras gallegas, salvo cuando se hace de manera equívoca y con la evidente intención de confundir los términos adrede. Nada tiene que ver el bosque, una formación espontánea, rica y diversa, con ese ejército de árboles maderables, simple y monótono, que se ha apoderado de los montes gallegos. Esos mismos montes butaneros que ya denunciábamos hace 25 años. El objetivo se reduce pues a resarcirse de las pérdidas sufridas por un mero cultivo, como si del pedrisco se tratara. Nadie habla de catástrofe ecológica cuando se pierde la cosecha de peras. ¿Por qué sí se hace cuando se pierde la cosecha de celulosa? Mucho nos tememos que el efecto no es casual, sino buscado. Los periodistas, con escasa formación ambiental, caen todos los años en la trampa tendida por políticos, ingenieros y propietarios.

Como bien reclama la veterana Asociación para a Defensa Ecolóxica de Galiza (Adega), las ayudas no pueden seguir destinadas a alimentar la industria del fuego ni a incrementar los impactos que generan los incendios, sino a rehabilitar el auténtico bosque y a favorecer las actividades sostenibles que se desarrollan en el mundo rural. Otro veterano grupo ecologista, la Asociación para la Recuperación del Bosque Autóctono (ARBA), insiste en el mismo sentido: “una vez quemado el bosque o las plantaciones de pinos y eucaliptos, se debería dar prioridad a la hora de reforestar a las especies autóctonas, propias de cada zona, y no seguir repoblando con las especies pirófilas”.

En definitiva, el mal es crónico y no se ataja. Al revés, se insiste en mantener las mismas actuaciones año tras año, que ya han demostrado ser ineficaces y solamente sirven para cerrar un círculo vicioso. El año que viene volverán las llamas, las noticias alarmantes y los artículos editoriales en Quercus. Nada cambiará mientras no lo haga la política forestal.
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