Junio - 2020 20 de diciembre de 2024
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Quercus –¡quién lo hubiera dicho!– cumple 25 años de existencia editorial en este mes de diciembre. Y, por caprichos derivados de una periodicidad estacional durante su primera etapa, alcanza justo ahora el número 250. Cifras a tener en cuenta cuando se trata de una revista combativa e incómoda, pero también rigurosa y didáctica, fiel a su línea editorial desde hace cinco lustros: la observación, el estudio y la defensa de la naturaleza. Pero han sido muchas las cosas que han cambiado entre 1981 y 2006. Aquel primer Quercus con una lechuza en la portada salió a la venta como publicación de referencia para que la titubeante democracia española encauzara sus pasos hacia fórmulas de desarrollo ambientalmente aceptables. Vivíamos en el paraíso natural de Europa y, si habíamos logrado cambiar de régimen político, ¿por qué no intentarlo también con el económico, tan dependiente el uno del otro? El problema, entonces como ahora, es que la solidez del neoliberalismo capitalista está por encima de repúblicas y monarquías constitucionales, incluso de las propias dictaduras. Ni siquiera los pueblos más remotos logran sustraerse a las leyes del mercado. La receta universal de los países desarrollados llega a todos los rincones del mundo con su promesa de riqueza y bienestar, pero oculta el precio que hay que pagar en forma de insumos ambientales.
En esta tesitura, ¿qué cabe esperar de Quercus en los próximos 25 años? Pues algunas novedades formales y muy pocas de fondo. Apoyados en el avance de la ciencia y en el trabajo de los amantes de la naturaleza, ya sea a título individual o como miembros del movimiento asociativo, seguiremos dando argumentos de peso para que, quienes tienen poder de decisión, no se excusen en la ignorancia cuando perpetren nuevos atentados ambientales. Ocurren a diario y, aunque la factura nos llegue más tarde, nunca son gratuitos.
Pero un cumpleaños debe ser siempre un acontecimiento feliz. Después de dar muchos tumbos y de pasar por dos propietarios y al menos siete sedes, la revista se encuentra firmemente afianzada en la Editorial América Ibérica, lo cual es una garantía de futuro. Mientras no cojee ninguna de las cuatro patas del banco, es decir, empresa, redacción, colaboradores y lectores, Quercus tiene ante sí un amplio camino, independientemente del soporte que nos obliguen a adoptar las nuevas tecnologías y los hábitos de lectura. Nuestra importancia ha residido siempre en el mensaje, en los contenidos, como queda patente en el afán de quienes fotocopian las páginas de la revista o en las crecientes peticiones de artículos en formato electrónico; que, hoy por hoy, como revista impresa, no podemos atender.
Quizá la lechuza del número 500 de Quercus tenga tres dimensiones y emita sus intimidadores bufidos en tiempo real, pero allí estará reclamando ratones de campo y desvanes, medidas agroambientales compatibles con su existencia, respeto a las rapaces nocturnas y un mundo más habitable, no sólo para ella, sino también para todos los demás.
Medio mundo celebra este año el doscientos aniversario de Charles Darwin, que nació el 12 de febrero de 1809. En España, además, es de rigor que recordemos también la trayectoria de Mariano de la Paz Graells, nacido el 24 de enero de 1809 y que sobrevivió a Darwin en 16 años. Sin embargo, la prevalencia del británico es indudable, ya que su Teoría de la Evolución no sólo revolucionó las ciencias naturales, sino que socavó las bases que la cultura occidental había mantenido desde los inicios de la era cristiana. Pocas ideas han tenido una influencia tan decisiva en la vida diaria de millones de personas y ha generado tantos y tan acalorados debates, que se prolongan incluso hasta nuestros días. Graells, por el contrario, fue al principio renuente a las tesis evolucionistas, aunque terminó por aceptarlas tímidamente. Esa diferencia de criterios entre el innovador y el inmovilista ha ensanchado el abismo que se abre entre ambos personajes.
De todas formas, es fácil establecer diferencias con la perspectiva que conceden estos dos siglos. Cuando Darwin publicó El origen de las especies en 1859, Graells era la máxima autoridad de las ciencias naturales en España. Como queda de manifiesto en los artículos que hemos reunido en esta revista, fueron sus alumnos los que se convirtieron sinceramente al darwinismo y propalaron sus ideas por cátedras e instituciones. Sin embargo, nada de todo eso habría sido posible si antes Graells no hubiera puesto los cimientos de la moderna biología en España. Las dos figuras resultan, pues, indispensables para comprender la historia de la ciencia en nuestro país. ¿Qué ha ocurrido desde entonces? Las ideas de Darwin no han dejado de ser cuestionadas por los creacionistas, los defensores de la literalidad bíblica, sobre todo en los sectores más conservadores y ultra religiosos del mundo anglosajón. En la muy católica España los asuntos terrenales han seguido un camino bastante independiente al de los asuntos celestiales, al menos en lo que a la ciencia se refiere. Baste con recordar aquella célebre monografía titulada La Evolución, con el concurso de todas las firmas importantes del momento, editada nada menos que por la Biblioteca de Autores Cristianos. Solamente en los últimos años, como hemos dejado de manifiesto en las páginas de Quercus, han asomado por nuestro país algunas intentonas creacionistas, felizmente anuladas por el estamento científico y académico.
El Reino Unido es, sin duda alguna, una fábrica inagotable de naturalistas, como bien se encargan de airear nuestros compañeros de la Royal Society of Protection of Birds (RSPB), que cuenta con más de un millón de socios y cuyo boletín, Birds, tira más de 600.000 ejemplares. Cifras que, comparadas con las de la Sociedad Española de Ornitología (SEO/BirdLife) y su revista La Garcilla –o, sin ir más lejos, con las de Quercus– guardan una relación de proporcionalidad similar a la de Darwin y Graells. Sin embargo, los biólogos españoles se codean hoy con sus colegas más punteros y publican en las mismas revistas de prestigio internacional, las ciencias naturales pasan por un buen momento y sólo nos resta, como recomendaba hace poco Carlos M. Herrera en una de sus tribunas, “explicar la evolución en cualquier ámbito social a nuestro alcance”. De ahí este número de Quercus, casi un monográfico dedicado a Darwin y a Graells. Pero, sobre todo, a sembrar conocimiento.
Agricultura, pesca y cambio climático
Dos de las grandes políticas sectoriales europeas, la pesquera y la agrícola, están siendo objeto de revisión desde hace unos meses. No es extraño, por lo tanto, que hayan sido también dos de los temas más destacados en el XXI Congreso Español y V Ibérico de Ornitología, celebrado en Vitoria el pasado mes de diciembre. Nadie duda de la relevancia de ambos sectores en la conservación de la biodiversidad, tanto terrestre como marina. Además, se da la circunstancia de que, en nuestro país, la Administración central responsable de agricultura y pesca tiene asimismo delegadas las competencias en medio ambiente. Un tercer tema abordado en dicho congreso, aunque no por ello menos importante, fue el de la influencia del cambio climático en la migración de las aves, un asunto que también compete de lleno a nuestro Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente. Visto desde una perspectiva optimista, se diría que las condiciones son ideales para que Miguel Arias Cañete se luzca con una política que en verdad integre las atribuciones de su ministerio. Pero mucho nos tememos que, instalados en el realismo, al final prevalezcan los intereses de la agricultura y la pesca industrial, muy alejados de la explotación sostenible de los recursos naturales. Unos intereses, por cierto, que no sólo lastran la política nacional, sino también la europea.
En contra de esta corriente mayoritaria nadan las organizaciones conservacionistas, como las que convocaron el antedicho congreso, la Sociedad Española de Ornitología (SEO/BirdLife) y la Sociedade Portuguesa para o Estudo das Aves (SPEA/BirdLife). La directora ejecutiva de SEO/BirdLife, Asunción Ruiz, lo expresó claramente en Vitoria: “defender la conservación es defender a los agricultores y pescadores, para que su actividad sea lo más rentable y eficiente posible.” Argumento que seguramente se encargaría de recordarle al ministro en la reunión que Arias Cañete mantuvo el 12 de diciembre con representantes de las cinco ONG ambientales de ámbito estatal. Sin embargo, el Gobierno Español y la Comisión Europea suelen apostar por las huidas hacia delante y no por las políticas a largo plazo, lo que conduce a círculos viciosos difíciles de romper.
Asistimos, una vez más, al conflicto entre propuestas cargadas de razones científicas e incluso mera lógica, por un lado, y fuertes inercias que responden a intereses corporativos y privados, por otro, sin que las autoridades tengan la valentía de tender hacia el bien común y la sostenibilidad, como debería ser su función. Para comprobarlo, basta con echar un vistazo al paupérrimo resultado de la reciente cumbre mundial sobre cambio climático celebrada en Doha, la capital de Catar. Más que buscar soluciones para afrontar con garantías un grave problema, se busca la forma de eludirlo o, en el mejor de los casos, de aplazar una y otra vez la toma de decisiones.
Un Año Polar Internacional calentito
A estas alturas del año, los científicos españoles que trabajan en la Antártida ya habrán dado por concluida la campaña 2006-2007 y estarán a punto de regresar a casa. Con la llegada del otoño austral, las condiciones ambientales se vuelven muy duras en aquellas latitudes y, aunque hay bases que permanecen ocupadas durante los doce meses, el trabajo de campo se hace prácticamente imposible durante la larga y gélida noche invernal. En el Ártico ocurre lo contrario, es más, se prevé un verano caluroso que acelere el proceso de deshielo que ha desencadenado el cambio climático. Debido a esta severa alternancia de las estaciones en ambos extremos del mundo, los fastos del Año Polar Internacional se reparten entre 2007 y 2008. El pasado 1 de marzo, la ministra de Educación y Ciencia, Mercedes Cabrera, presidió el acto de apertura del Año Polar Internacional en el Instituto Geológico y Minero de España, con sede en Madrid. Actualmente, el ministerio que encabeza financia 19 proyectos de investigación en la Antártida, algunos de los cuales han tenido reflejo en las páginas de Quercus, como los relacionados con pingüinos y otras aves marinas. Sin embargo, a partir de ahora los medios de comunicación seguirán más de cerca aquellos que tengan que ver con el estudio del clima y el calentamiento global del planeta. Durante el último medio siglo, miles de científicos han proporcionado una auténtica avalancha de datos que alertan sobre la grave alteración que están provocando en la atmósfera los gases con efecto invernadero. En particular el dióxido de carbono que se emite como residuo al quemar leña y combustibles fósiles, las dos principales fuentes de energía según se pertenezca al tercer o al primer mundo. Aunque sea un chiste fácil, todo hace pensar que asistiremos a un Año Polar “calentito”. Los pocos países que aún no han firmado el Protocolo de Kioto, encabezados por Estados Unidos, reclaman unas certidumbres que la ciencia, por definición, no puede proporcionarles. Como decía el célebre paleontólogo estadounidense Stephen Jay Gould, las certezas son para los políticos y los sacerdotes, no para los científicos, que trabajan con hipótesis. Precisamente por eso avanzan nuestros conocimientos, porque no son estáticos, sino flexibles, progresivos. Cada nuevo avance se apoya en una imprecisión anterior y hoy caben pocas dudas de que la humanidad ha alterado gravemente el ciclo natural del carbono, poniendo en circulación las enormes reservas que estaban sepultadas en forma de madera, carbón e hidrocarburos desde hace miles o millones de años. Lo que el biólogo australiano Tim Flannery llama muy explícitamente “desenterrar a los muertos” en su brillante libro La amenaza del cambio climático: historia y futuro. Algo que, por supuesto, no está nada bien. En cualquier caso, ¿por qué concedemos tanta importancia a los polos? Sencillamente, porque lo que ocurre allí se refleja luego en el resto del planeta. Y, como queda de manifiesto en la página web del Comité Español del Año Polar Internacional ( www.api-spain.es), es recomendable incrementar las investigaciones científicas en esas regiones extremas para conocer, no sólo los cambios que se están produciendo en la actualidad, sino también los que tuvieron lugar en el pasado, pues de esa manera tendremos una idea más fidedigna de lo que puede depararnos el futuro.
Una vez conjurado el peligro del trasvase –al menos de momento– el río Ebro vuelve a enfrentarse a nuevas amenazas. Un castizo diría que tiene la negra. Ahora se trata de un proyecto para instalar nueve centrales eólicas justo frente a las costas del delta. Nuestro primer parque eólico marino ocuparía más de 15 kilómetros lineales, estaría formado por 144 aerogeneradores de 115 metros de altura y tres megavatios de potencia cada uno y se desplegaría a una distancia media de cinco kilómetros de las playas del hemidelta sur. Todo ello a un paso del segundo humedal más importante de nuestro país, después de Doñana. ¿No había otro sitio en toda la costa mediterránea? ¿Tiene que ser precisamente ahí, justo en el tramo más valioso? Ni hecho adrede. En cualquier caso, este es el problema fundamental de la energía eólica, que su indudable bondad ecológica se ha convertido en una patente de corso para inundar de aerogeneradores sierras, costas y ahora mares. Como es buena, no se cuestiona. Vale todo.
La empresa promotora, Capital Energy, alegará razones técnicas relacionadas con la fuerza del viento, pero hay que insistir una vez más en que hay zonas, como el delta del Ebro, que deben preservarse sin concesiones y que hasta la más mínima alteración representa un grave riesgo para su integridad. En cuanto a las administraciones competentes, la demarcación en Tarragona de la Dirección General de Costas (Ministerio de Medio Ambiente), ya ha sacado el macroproyecto a información pública. La Generalitat, por su parte, acaba de enviar a un grupo de expertos a visitar los parques eólicos marinos de Dinamarca y su intención es pasar de los 87 megavatios eólicos que se producen actualmente en Cataluña a cerca de un millar en los próximos años, por lo que tampoco cabe esperar repentinos entusiasmos por la conservación del delta.
Aguas arriba del Ebro, el protagonista vuelve a ser el mejillón cebra, un pequeño bivalvo que se introdujo como plaga en el tramo bajo del río y ahora acaba de saltar la barrera de la presa de Mequinenza (Zaragoza), con lo que su avance por el cauce medio puede ser imparable. Era de temer y de esperar. El mejillón cebra es muy prolífico, soporta cambios bruscos de temperatura y salinidad e incluso resiste varios días fuera del agua, rasgos que hacen de él un invasor muy competente. En Estados Unidos no han logrado controlarlo y aquí llevamos el mismo camino.
La maldición del Ebro no es sólo cuestión de suerte. Tal cúmulo de adversidades denotan un río enfermo, asaeteado desde todos los frentes. Son los síntomas de un estado de deterioro general y la causa es, como siempre, nuestro modelo de desarrollo, a todas luces incompatible con la conservación de la naturaleza, por más que se disimule con el dudoso remoquete de sostenible.
El pasado 3 de marzo, las principales organizaciones ecologistas de ámbito estatal hicieron público un documento de título elocuente: Un programa por la Tierra. Un año sin política ambiental. Amigos de la Tierra, Ecologistas en Acción, Greenpeace, SEO/BirdLife y WWF España hacían en él un balance de la gestión ambiental del Gobierno un año después de las elecciones generales que revalidaron el mandato de José Luis Rodríguez Zapatero. La conclusión es desoladora: el medio ambiente ha perdido gran parte del peso político que tenía en la anterior legislatura y la política ambiental ya no forma parte de las prioridades del Gobierno. Algo que se veía venir tras la fusión de los ministerios de Medio Ambiente y Agricultura. Es más, con la excusa de la crisis económica, se están promoviendo políticas del todo insostenibles basadas en el impulso a los grandes proyectos de obras públicas incluidas en el Plan estratégico de infraestructuras y transporte. Y todo esto se refiere a la parte más puramente ambiental de la gestión del Gobierno. ¿Qué pasa con la conservación de la biodiversidad? En este terreno, el diagnóstico es aún peor. Según los autores del informe, no existen políticas activas para frenar la pérdida de biodiversidad y las principales amenazas para la flora y la fauna siguen operando sin ninguna cortapisa.
Por esas mismas fechas Ecologistas en Acción denunció que el 8 de marzo se cumplían diez años desde que la primera ministra de Medio Ambiente, Isabel Tocino, presentara a bombo y platillo la Estrategia española para la conservación y el uso sostenible de la diversidad biológica, que contó con un amplio respaldo social. Un documento que recogía los compromisos adquiridos por España en la ya lejana Cumbre de la Tierra, celebrada en Río de Janeiro en 1992. Debido a las presiones ejercidas por las organizaciones ecologistas, la Estrategia iba a revisarse y actualizarse en el año 2005, pero regresó al cajón donde duermen el sueño de los justos aquellos compromisos que se adquieren sin la menor intención de cumplirse. Para Ecologistas en Acción esto ha supuesto un retraso de diez años en las políticas de defensa de la naturaleza, con el consiguiente impacto en cadena para las administraciones autonómicas y locales.
El único avance importante que se ha producido en este amplio periodo de tiempo fue la aprobación de la Ley de Patrimonio Natural y de la Biodiversidad, uno de los últimos logros de Cristina Narbona antes de ser relevada de su puesto. Pero, como bien recalcan desde Ecologistas en Acción, tras ser aprobada “se viene acumulando un importante retraso en su aplicación, especialmente en la elaboración del Plan estratégico nacional del patrimonio natural y la biodiversidad, heredero directo de la ninguneada Estrategia Española de Biodiversidad. Por poner un ejemplo, hasta el año 2005 sólo se habían aprobado once estrategias de conservación de los 160 taxones incluidos en el Catálogo nacional de especies amenazadas con la categoría de “En peligro de extinción”. Y desde entonces hasta el año pasado únicamente se habían aprobado otras cuatro estrategias más. Lo peor de todo es que ni siquiera se están aplicando.
Quedan dos años para que termine el plazo establecido en la Cumbre de Gotemburgo por todos los jefes de gobierno para frenar la pérdida de biodiversidad, lo que se ha venido a llamar Cuenta Atrás 2010. Pero tanto en España como en el resto de Europa los deberes siguen sin hacer.
El pasado 9 de junio, el Boletín Oficial de Canarias publicó la Ley 4/2010, de 4 de junio, del Catálogo Canario de Especies Protegidas. Con el pretexto de la conservación de la biodiversidad, esta ley pretende saltarse el último gran obstáculo que impide dar luz verde a la ejecución del proyecto más polémico de toda la historia de Canarias: el puerto industrial de Granadilla. Esta relación Puerto-Ley ha sido reconocida por los propios parlamentarios que aprobaron el texto legal. De hecho, pocos días después la Autoridad Portuaria de Santa Cruz de Tenerife solicitó al Tribunal Superior de Justicia de Canarias (TSJC) que levantara la suspensión cautelar a una Orden del Gobierno de Canarias que excluía del catálogo de especies protegidas los sebadales afectados por la construcción del puerto. Sin perder tiempo, también alertó a la Unión Temporal de Empresas adjudicataria del proyecto para que reanudara los trabajos. Todo encaja perfectamente, como ya habíamos vaticinado en el editorial de julio (Quercus, 293, pág. 5). La seba, una planta marina insignificante, no podía ser un impedimento legal para esta obra faraónica e inútil. Como el progreso y la codicia exigen reiniciar cuanto antes las obras del puerto, lo más sencillo ha sido modificar el Catálogo canario de especies protegidas de modo que la seba pierda su categoría de “sensible a la alteración de su hábitat” y se incorpore a otra nueva y fantasmagórica que ha venido en llamarse “de interés para los ecosistemas canarios”. Tal y como la polémica ley reconoce, la categoría “de interés para los ecosistemas canarios” excluye a las especies amenazadas y, por lo tanto, no es un impedimento para la construcción del puerto. Por fortuna, al cierre de este número de la revista, el TSJC se mantuvo firme en su decisión, confirmó que la suspensión cautelar sigue vigente y que si la autoridad portuaria decide saltársela “tendrá que atenerse a las consecuencias”. Mientras tanto, el Ministerio de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino, muy pendiente de los apoyos políticos en el Parlamento Español, desoja la margarita de un posible recurso de inconstitucionalidad contra la ley del nuevo catálogo canario.
Para Ben Magec-Ecologistas en Acción, la organización que más se ha destacado en la defensa de los sebadales, el empecinamiento del Partido Popular y Coalición Canaria por sacar adelante este absurdo complejo portuario “responde a la prepotencia de no digerir que los movimientos ciudadanos tienen razón y, aún a sabiendas de que el proyecto es ilegal y nunca se terminará, prefieren destrozar la zona antes que dar su brazo a torcer.” Un triste y elocuente ejemplo del orden de prioridades que bulle en la mente de nuestros políticos. Lo primero, ese “poner en valor” que puede traducirse por buscar beneficios en cualquier parte y a costa de lo que sea. Todo bien almibarado de puestos de trabajo, oportunidades de negocio y demás cantos de sirena. Luego, la aritmética parlamentaria ante un Gobierno en minoría: si no tragas con el puerto no te apoyo en los presupuestos. Después vendría el clientelismo ante las grandes empresas, la complicidad con el sector más rancio de sus votantes y, si hace falta, un poquito de compromiso social, para disimular. A partir de ahí se abre un abismo insondable y a continuación, difuminado por la distancia, el medio ambiente, la conservación de la naturaleza y todas esas zarandajas.
El único capaz de dejar en la cuneta obras descomunales, en general inútiles y de fuerte impacto ambiental es el propio Don Dinero. Véase, si no, el millonario recorte presupuestario al que se ha visto obligado el ministro de Fomento, José Blanco, por culpa de la crisis económica. Con dinero o sin dinero, la conservación de la naturaleza sigue en el furgón de cola, atenta a las migajas que caen de otros ministerios. Todo lo demás es floritura verbal y demagogia. Mientras los hechos, que son muy tozudos, no demuestren lo contrario.
Doñana acaba de cumplir treinta años como Reserva de la Biosfera y el aniversario invita a hacer balance. ¿Ha beneficiado esta figura de protección internacional al más famoso de nuestros espacios protegidos? Parece que poco o nada. Otros ejemplos parecen confirmar el diagnóstico: Daimiel en particular, y La Mancha Húmeda en general, son también una Reserva de la Biosfera y van de mal en peor. Hace poco el Financial Times publicó la noticia de que Lanzarote podía perder dicho estatus debido a los desmanes urbanísticos, extremo que se apresuraron a desmentir el Cabildo Insular, el Ministerio de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino y hasta la propia Unesco, que es el organismo encargado de designar estas reservas dentro de su programa El Hombre y la Biosfera (MaB). Al socaire de la polémica, el director de la Estación Biológica de Doñana, Fernando Hiraldo, reconoció no saber “hasta qué punto esta etiqueta ha repercutido de forma directa en la conservación” del parque nacional y su entorno.
Pero el problema no radica tanto en la declaración de una Reserva de la Biosfera como tal, sino en el cumplimiento de los criterios que la inspiran. Carentes de contenido y de presupuesto, las reservas, al menos en nuestro país, no pasan de ser meras declaraciones formales. No hay fondos económicos, como también denunciaba Hiraldo, ni ganas de explorar todas las posibilidades que ofrecen estas figuras. Así que el hecho de que un espacio se convierta en Reserva de la Biosfera viene a ser como tener un tío en Alcalá. Ni fu, ni fa.
Ecologistas en Acción, SEO BirdLife y WWF España han hecho pública una lista con todas las carencias de Doñana como Reserva de la Biosfera. No tiene una delimitación ni una zonificación adecuada, tampoco plan ni comité de gestión y menos aún ha desarrollado un proceso de planificación participativo. Vamos, que no funciona como una Reserva de la Biosfera. Para que así fuera, debería seguir las tres directivas básicas marcadas por la Unesco: conservación de los valores naturales, formas de explotación sostenibles e impulso a la investigación, la educación y la formación. Cualquiera que conozca Doñana sabe que nada de esto se hace al amparo del Programa MaB.
Las tres organizaciones ecologistas abogan por ampliar los límites de la Reserva de la Biosfera para que coincidan con los del Plan de Ordenación Territorial del Ámbito de Doñana. El parque nacional quedaría como zona núcleo y el espacio natural actuaría como una barrera contra las agresiones externas. Como afirman en un comunicado conjunto, “no tiene sentido que en Doñana se sigan planteando proyectos como el desdoblamiento de carreteras, la construcción de oleoductos y gasoductos, el dragado del Guadalquivir o un trasvase desde el Guadiana”. Y, sobre todo, “que se mantenga la sensación de impunidad en el uso ilegal del suelo y el agua”. Los regadíos ha acabado ya prácticamente con Daimiel y en el entorno de Doñana proliferan los cultivos ilegales de fresón, muy exigentes en agua. Resolver estos conflictos es precisamente lo que debería dar sentido a una Reserva de la Biosfera.
Técnicos del Ministerio de Agricultura, Alimentación y –por raro que suene– Medio Ambiente estaban trabajando, al cierre de este número de Quercus, en el borrador de un nuevo real decreto que regulará el catálogo de especies exóticas invasoras. Dicho así, parece una noticia positiva, no en vano tanto la Comisión Europea como las Naciones Unidas abogan por abordar el problema con estrategias preventivas y sobre la base de una rápida detección y erradicación de la especie implicada.
Con la que está cayendo y comparada con las cifras del paro o las secuelas de la burbuja inmobiliaria, la privatización de los Montes de Utilidad Pública quizá parezca un asunto menor. Pero no lo es. Responde, más bien, a la misma doctrina que con tanta unción profesa la legión de abogados que han asumido la administración pública, es decir, el liberalismo económico a ultranza. Ante este dogma, no hay criterio racional que se oponga. Asumido como profesión de fe, una fe basada en el lucro a corto plazo, los criterios científicos son considerados anatema. Aunque, bien pensado, tampoco parece que tengan mucho peso las razones históricas y sociales. Es un episodio repetido a lo largo de la historia, un grupo se erige en detentador de la verdad y asume como destino imponerla al resto de sus coetáneos. Una estrategia que, con frecuencia, no sólo conviene a su ideario, sino también a sus múltiples asuntos terrenales.
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